Diario de una epidemia 26 –
Hace unos días conté cómo nos habíamos cruzado con un cachorro de camiseta, en la región de los grandes bosques de la entrada, una zona absolutamente infrecuente para esa especie. Entonces, pensé que ya estábamos viviendo un cambio fuerte. Me maravillé al constatar que la desaparición del ser humano en ciertas partes de la casa estaba siendo aprovechada por la naturaleza para recuperar posiciones.
Luego, tuvimos el episodio con aquellos corrillos de pelusa edulis en las profundidades del valle del salón, donde, por cierto, no lo dije en su momento, pero mi chica salió casi herida, pues esa variedad es altamente venenosa y al contacto con los aspiradores, liberan miles de millones de esporas diminutas en forma de polvo, que provocan tos muy seca, picor en la nariz y sequedad de boca. Algo me dijo en ese instante que la transformación de nuestro mundo ya no tenía marcha atrás.
Sin embargo, el suceso de hoy ha supuesto verdaderamente un antes y un después. Tal vez, para más de uno no tenga importancia o, simplemente, forme parte de una naturaleza mucho más grande que nosotros, como si diciendo eso fuésemos capaces de asumir nuestra pequeñez e insignificancia, cosa que no creo de verdad, pues llevamos siglos proclamando la superioridad del ser humano, intentando hacer alardes de dominación de nuestro entorno, como para que en cuatro días, estemos en condiciones de entender nuestro papel secundario en el planeta Tierra. No lo creo. Pero da igual.
La cuestión es que habíamos salido de excursión a la cocina, bien equipados y con avituallamiento suficiente para la caminata de seis horas, con las botas de montaña e, incluso, una cuerda con la que ayudarnos en un par de puntos donde hay que destrepar. Atravesamos el cañón de las librerías, saliendo del salón, para subir hasta la meseta del pasillo, y todo bien. Pero justo cuando íbamos por la mitad del trayecto, sucedió lo inesperado. Cerca del mueble zapatero, lo que llamamos el camino de Juan por ser antaño un lugar muy visitado y populoso, donde a menudo se extendía una boina de contaminación que enrarecía el aire, como la boina de Juan, un colega de la facultad que siempre llevaba el pelo sudoroso cubierto con una visera, allí, nos salió al paso un bolso enorme y majestuoso. Debía de ser un bolso adulto a juzgar por su tamaño. Se contoneaba despacio y confiado, caminando por el medio de los estantes. ¡Qué maravillosa imagen! Se ve que ante el abandono del lugar y la ausencia humana, el animal no había percibido ningún peligro para adentrarse en el zapatero, por lo que se paseaba con sus dos asas como si ese hubiese sido su hábitat de siempre.
Intentamos en vano no asustarlo. Pero debió de olernos y salió corriendo. Aun así, conseguimos grabar la escena en vídeo, cómo giró la cremallera, y advirtiendo nuestra presencia, se largó a toda velocidad mueble abajo, relinchando y haciendo cabriolas durante unas decenas de metros.

Así, que, al llegar a la cocina al anochecer, me decidí a subirlo a Facebook. Quería compartir mi alegría y mi asombro por ese encuentro tan raro. Apenas mitigamos nuestra presencia, la naturaleza corre presta a recuperar lo que siempre fue su suyo, escribí como entradilla. Y voló como la pólvora. Fue la leche. Nunca me había pasado. En menos de una hora se había hecho viral, con más de quinientos compartidos. Gente de toda España flipando con el vídeo, comentando la maravilla de un bolso paseándose a la luz del día por el zapatero.
Pasada la euforia de mi momento de fama, me vinieron entonces la inquietud y la curiosidad. ¿Por qué? ¿De dónde viene esta fascinación por las escenas de naturaleza asaltando la ciudad? ¿Qué significa todo eso? Recordé que cuando vivía en Berlín, una de las ciudades más verdes de Europa, en la que hay calles que parecen bosques, más de una vez me encontré con algún zorro. Y cuando digo zorro no me refiero a ese animalito pequeño y entrañable de los dibujos animados, quiero decir una especie de perro salvaje con la cola muy peluda y larga y que da un poco de miedo. Allí, sin embargo, esos tropiezos con la fauna silvestre, lo mismo que los casos de atropellos de corzos en algunos barrios de su periferia, no me entusiasmaron, ni me resultaron esperanzadores, ni siquiera se me formó un nudo en el estómago. ¿Por qué ahora sí?
Está claro que, por un lado, la situación es totalmente distinta. Nuestro confinamiento, en cierto modo, nos da pena. Sentimos lástima del animal que somos encerrado entre cuatro paredes y, al ver a un corzo corriendo libre por una calle que debería estar atestada de coches humeantes, se nos hincha el pecho con la esperanza de poder salir también nosotros algún año. Pero por otro lado, nos dejamos arrastrar, fascinados, por las fantasías del apocalipsis. Sorprendidos por el corzo, nos convertimos por un instante en espectadores de nuestra propia desaparición.
Acostumbrados a ver fugazmente a las bestias salvajes en un entorno que se nos escapa, la naturaleza, o en lugares controlados, como un zoo, o directamente en las películas, cuando las vemos en nuestra casa, campando a sus anchas y, encima, con las calles vacías, no admiramos la belleza de la naturaleza abriéndose paso por entre la ciudad, sino simple y llanamente nos fascinamos con nuestra desaparición.
Porque cuando aparece el corzo por el final de la calle y viene hacia nosotros, sentimos en lo más profundo de nuestras almas, aunque no seamos capaces de verbalizarlo, nuestra más profunda insignificancia.
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