Hic Sunt Dracones

Diario de una epidemia 3 –

El otro lado de la puerta se ha convertido en el lugar ansiado de la casa. En una especie de paraíso perdido, de mundo mítico y desconocido del que solo tenemos leyendas, vagas imágenes que ya no sé si son recuerdos vividos o inventados.

De hecho, nunca pensé que fuera a estar tanto tiempo pegado a ella, explorando sus rugosidades vegetales, las vetas de una madera siempre barnizada en esos tonos estilo Diursa, nogal satinado o caoba, con los pomos y las empuñaduras en dorado imitando una especie de estilo victoriano decimonónico que en España nunca existió. Recorro las molduras que cierran su perímetro rectangular, que me recuerdan vagamente a los frisos  de los templos clásicos (esa maldita manía nuestra de que todo parezca la antigua Roma para ser señorial) y solo veo las ruinas de una Arcadia que tan solo hace una semana brillaba todavía con todo su esplendor. Y allí, como un oráculo de Delfos en silencio y ajeno a nuestros pesares, se mantiene aún en pie la cerradura, blindando con sus cuatro vueltas el gran enigma de nuestro momento: ¿qué pasa si salgo?

Por eso, nosotros hemos colocado un cartel con la inscripción Hic Sunt Dracones, aquí hay dragones, como las antiguas advertencias que los cartógrafos pintaban en los mapas. Así delimitaban el mundo conocido, el más acá de un más allá a partir del cual se abría lo desconocido. Lo fantástico y lo mítico. La Atlántida o Las Indias. La isla de Circe o el centro de la Tierra. Pero más que una invitación a pasar, se trataba siempre de una conminación a quedarse quietecitos. 

Así, que retrocedo por el camino empinado y fatigoso que me lleva de vuelta hasta el sofá, a tierra conocida, dejando a un lado el bosque de los abrigos, oscuro y frondoso, con jóvenes plumíferos de cortezas impermeables que crecen en las lindes del sendero y dan paso a pequeños grupos de fulares y bufandas acompañados de abundante monte bajo a base de gorros, boinas, guantes y manoplas, para mezclarse progresivamente con las grandes coníferas de tres cuartos, majestuosas y altas, lanudas, salpicadas por sombrías cazadoras de lona perenne y algún que otro ejemplar milenario de chubasquero ibérico. Aquí el ecosistema se encuentra protegido y toda actividad humana de recogida, limpieza u ordenamiento está muy restringida. Incluso la recolecta de guantes se puede hacer solo una vez al año, previa obtención del permiso expedido por la autoridad competente.

Angle Tree Stone, Town Line, Attleboro, Bristol County, MA – 1933. Anónimo. Dominio público.

Una mañana, cuando recorríamos este sendero, nos salió al paso por entre una línea de plumíferos, un cachorro de camiseta. La sorpresa y alegría fueron incontenibles. Debían de ser apenas las ocho de la mañana y el sol comenzaba a asomarse tímidamente. No dábamos crédito a nuestros ojos. Nunca antes habíamos visto un cachorro de esa especie en aquella zona. Las camisetas viven principalmente en las regiones dormitorias, más al este. Incluso, a veces, hemos observado pequeñas manadas en la zona baja del salón, provenientes seguramente del tendedero. Pero nunca allí. Nunca tan arriba. Se trataba de un ejemplar que no tendría más de un año, de pelaje desaliñado y correr pizpireto. Dio un par de saltitos y en cuanto nos vio, se quedó quieto, con el cuerpo erguido y las mangas en guardia. Nos agachamos intentando ocultarnos entre los peñascos. Quería enseñárselo a mi hijo. Era bello en su rareza, con unos botones color turquesa que nos miraban fijamente, escudriñando nuestras intenciones, olfateando en nuestra dirección, y dos rayas que recorrían su lomo palpitante. Pero, mi hijo, que aun necesita entrenamiento, se precipitó sobre él con tan mala suerte que se tropezó con un zapato y agitó unos matorrales. Advertido de nuestra presencia, el cachorro retrocedió asustado de una zancada y se adentró de nuevo en el bosque. 

Aquel encuentro, sin embargo, nos marcó durante meses. Pensé que la naturaleza es maravillosa. Pensé en su vitalidad y fuerza para recuperar espacios que el ser humano ha debido abandonar.  Me acordé de esa foto de los pavos reales de Valladolid caminando por el paseo Zorrilla. Me volví a ver el vídeo del cervatillo en una playa de Bizkaia y lloré sinceramente. Recuperé la esperanza y me puse muy contento. Tal vez, habría una segunda oportunidad para toda aquella ropa, ahora que no nos la poníamos.

De este modo, tras unos días perdido por aquellas sierras, cuando dejo atrás el bosque  y llego al páramo del distribuidor, seco y sin apenas árboles, me entra la pena y la nostalgia. Desde allí diviso por el norte el cuarto de baño, con sus neblinas matutinas. Al este, se abre el dormitorio y más abajo, extendiéndose en dirección oeste, el valle imponente del salón. Sus frescas y mullidas laderas de hierba, en el sofá, son el paraíso de la comodidad que todo ser humano ansía. Los últimos metros se nos hacen siempre eternos y, por regla general, acabamos corriendo de felicidad hasta que, de un salto, caemos entre su vegetación. 

Una vez allí, me pongo a recordar nuestra aventura. Siento en mi cabeza cómo nos acechan otra vez los ruidos que se oían en el campamento de la puerta. Intento recolocar todo lo vivido para sobrellevar mejor el tedio de las largas temporadas tirado entre cojines y almohadones. Rememoro las texturas de la madera, fuerzo mi memoria hasta traer de nuevo el silbo del vecino del C o la berrea al atardecer de las manadas que habitan en el A. Pero eso ya son solo elucubraciones, pues realmente no sabemos si sigue habiendo vida ahí fuera.

Alguna noches, si en la lejanía un ruido rompe el aire, nos ponemos en guardia. Mi chica aguza el oído y a mí se me eriza la espalda. Imaginamos que serán las bestias y dragones que invaden la Tierra más allá de nuestra casa.

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