Diario de una epidemia 2 –
Sexto día. Camilo Sexto. Sexto Empírico. Sexto en Nueva York. Anne Sexton. Se me ocurren todas las combinaciones posibles con la palabra «sexto», pero ninguna abre la puerta de mi casa salvo aquí, en la imaginación.
Sexto día de jugar a los lego con mi hijo. Ya hemos hecho la excavadora, el barco, el barco excavadora, la casa, los columpios, el camión, la torre, la torre piramidal, la torre grande grande, la torre muy alta y muy grande, el camping y, por supuesto, hemos hecho también el avión y el aeropuerto con la torre (grande) de control y el vehículo followme. Todo un privilegio. Lo sé, fuera bromas. Lo que pasa es que a veces, con esa constancia repetitiva de los niños de tres años, me salen las piezas por la boca. Incluso empiezo a soñar con ellas. Le estoy cogiendo tanto gusto a los lego que cada vez que una pieza se mete debajo del sofá le digo que no podemos moverlo, que pesa mucho y es imposible. Y como demostración, le pido que lo intente él mismo.
Es lo que tiene el confinamiento a tres, clásico y tradicional de toda la vida, que si no te buscas estos pequeños momentos, el aburrimiento crece de forma exponencial, porque no estás tú solo, estás con otros que lo mismo compensan tu tontería con alguna broma inesperada o igual les da por unirse a ti. Y entonces, si todos caemos en el mismo estado de apatía, la apisonadora de la tarde arrasa nuestro salón, se entretiene en el rincón de los dvd, hace una doble pasada por las estanterías de libros y nos deja tirados en la alfombra, sin móvil, sin ordenador y sin música. Estiraditos y lisos como en los dibujos animados.
Es el aburrimiento, amigo. Pero no ese que podíamos sufrir antes, cuando una tarde de domingo no sabíamos qué hacer y se nos venía el mundo encima porque el día se acercaba a su fin y a la mañana siguiente llegaría el lunes. No. Es el A-BU-RRI-MIEN-TO. Un nuevo estadio de angustia existencial o de experimentación del paso del tiempo, como dicen algunos filósofos, que vivimos al saber que el domingo acabará y al día siguiente será otra vez domingo y al otro, domingo también, donde ya hemos visto todas las películas, nos llegamos por la última temporada de esa nueva serie, hemos leído más que en toda nuestra vida y la cocina y el baño no podrían estar más limpios y recogidos.
De hecho, me he empezado a dar cuenta de que, tal vez, eso sea parte del problema. Lo de entretenerse, me refiero. Al principio, los primeros días, recuerdo que hubo un aluvión de posibilidades de entretenimiento. Por todas partes me llegaban mensajes con ideas, materiales, webs para hacer algo. Recuerdo que con la primera editorial que liberó su catálogo en pdf, me emocioné. El mayor acto de filantropía que había visto en mi vida, le dije a mi chica. Sobre todo, porque las pobres ya estaban en pérdidas antes, ya se jugaban la supervivencia con cada autor que publicaban, como para encima, andar regalando cultura. Pero luego llegó Amazon con su videoclub, y aquello me pareció justo. Hasta que unas horas después (semanas hubiese dicho), llegó ese mensaje de wasap con los enlaces a todos los museos del planeta y entonces reventaron la idea misma del confinamiento. Poco a poco, una cadena de liberaciones y gratuidades fue sucediéndose hasta calar en los estratos más básicos, psicólogos que abrían al público general los vídeos de sus sesiones, músicos que ofrecían sus conciertos a través de Instagram, monitores de gimnasio colgando sus clases de zumba. Es decir, el acabose. El non plus ultra del ocio y el entretenimiento. Como si la cultura y la diversión fuesen realmente lo más importante de la vida. O lo segundo más importante, después del papel higiénico.
Pero, ¿por qué? Es decir, nos montamos un mundo en el que todo eso nos lo venden como secundario. Lo importante es el trabajo. El dinero. Como mucho la salud y el amor. Lo otro forma parte de tu tiempo libre, de todo lo que no es negocio, es decir, del ocio, un espacio cada vez más estrecho que depende de que uno se lo pueda costear o no. Sin embargo, un día llega una cosita pequeña llamada virus y no solo manda al traste todo este tinglado, sino que desnuda delante de nuestros ojos aquellas cosas que, en realidad, eran las importantes. Lo fundamental. Alimentar la cabeza o anestesiarla, dependiendo de cómo veamos el asunto.
Y es que lo que aquí nos jugamos con eso del aburrimiento en mayúsculas no es ninguna tontería. Es nuestra propia conciencia del tiempo, vernos, como seres ínfimos que somos, dentro de ese pasar cósmico a través de las estrellas, sentir en nuestra propia carne pasajera lo inconmensurable: el tiempo infinito engullendo nuestra finitud. Algo incomprensible, vamos. Pero que duele y desespera. Una barbaridad. De ahí que salgamos corriendo cada vez que se nos presenta una de esas tardes sin saber qué hacer.

Mi hijo, que como todo niño aun no tiene conciencia de casi nada, jamás se aburre. Todo le viene bien. Es más, se encuentra en esa fase de repetición casi compulsiva en la que solo le llena saber que lo que llega a continuación es lo mismo una y otra vez. El mismo cuento repetido cada noche desde hace meses. El mismo juego del pilla pilla. La misma torre de lego. La misma pregunta por las mañanas, a pesar de que no varía mi respuesta. El hábito aun no está afianzado en él y las consecuencias, como en aquel Adán del que Hume decía que no podría deducir que el sol saldría cada día, no las desprende lógicamente de sus causas. Así, que no es absurdo decir que el tiempo de mi hijo es el de la monotonía más absoluta, el de un aburrimiento universal. Y, sin embargo, cómo se lo pasa el tío. Todo es una fiesta para él.
Me recuerda a un chiste que triunfó el último año en la universidad. Nos lo contábamos sobre todo cuando estábamos de pedo y, aunque lo sabíamos de pe a pa, nos desternillábamos de risa invariablemente cada vez que alguien lo contaba. Un niño llega a casa el lunes y le pregunta a su madre qué hay de comida. La madre le dice: macarrones. Entonces el chaval salta de alegría y hace todo tipo de aspavientos celebrando la noticia. Llega el martes y repite la pregunta: macarrones, le vuelve a contestar la madre. Y salta de alegría, aunque ya un poquito menos. El miércoles lo mismo, pero ya no se muestra tan contento. El jueves se mantiene todo igual y el niño comienza a dar muestras de enfado. El viernes ya la cosa le disgusta. El sábado le cabrea y el domingo es todo enfado y recriminación por repetir la comida durante la semana. Entonces, llega de nuevo el lunes. Le pregunta a la madre qué hay de comida y, cuando ella le responde: macarrones, el chico estalla en un nuevo jolgorio de alegría y felicidad.
Así, que ahora que estamos confinados, me digo que, tal vez, habría que dejar de entretenerse tanto, aunque fuera esporádicamente, para dejarme llevar más a menudo por esa danza cósmica del aburrimiento. Aceptar los macarrones dependiendo del día de la semana. O aceptarlos directamente sin más. Estoy seguro de que cogería con más gusto el Netflix y los lego de mi hijo.
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