Diario de una epidemia 1 –
Hoy es el quinto día de confinamiento. Aunque, en realidad, nosotros llevamos alguno más. El estado de alarma nos sorprendió con el niño con varicela. Así, que, cuando media España todavía se reía de los chinos y la otra media miraba a los italianos creyendo que todo era una exageración suya como lo son sus gestos con las manos o que en los ochenta una actriz porno llegara a diputada, nosotros ya estábamos en cuarentena. Creo que esto nos dio una ventaja preciosa con respecto a muchos amigos y familiares, que aun están que no se lo creen. Por ejemplo, el día que se vaciaron los supermercados, nosotros ya teníamos cincuenta rollos de papel higiénico. La noche que Movistar anunció series para todos, mi chica y yo ya teníamos la contraseña de mi hermana. Cuando empezaron las caceroladas y los cánticos desde terrazas y balcones, mi hijo ya llevaba cuatro días aporreando todo lo que se le ponía por delante para llamar nuestra atención.
Aquí comienzo un diario de mi confinamiento, no tanto con la idea de dar una vía de escape a mi estado mental, algo que por otro lado voy a tener que hacer de todas formas, pues ya adelanto que no es nada fácil pasarse cada día inventando actividades para un niño o jugando al lego, en un apartamento de dos habitaciones y salón, sino sobre todo con la esperanza de que mis comentarios puedan servirle a alguien, en virtud de esa ventaja que mencioné más arriba, en estas horas estancadas. ¿Suena inútil o sin sentido? Si es así, entonces, será mejor que no sigas leyendo, te recomiendo que te deshagas de todo esto y no vuelvas siquiera a pensar en mí. Continúa con tu vida placentera, pegado al wasap y reenviando vídeos, porque este diario mío no te dirá nada que ya no sepas o no hayas pensado.

Si, por el contrario, te preguntas qué tiene que ver esto con el título que he puesto o por qué he empezado a escribir el quinto día, también puedes dejarlo. Total, haber llegado hasta aquí en tiempos de pandemia ya es un logro, y seguro que tienes teletrabajo que resolver. Solo diré a propósito de escribir tan tarde que todo ha sido fortuito. Podría ponerme estupendo a contar teorías sobre la creatividad o sobre cómo los estados de shock imposibilitan cualquier respuesta inmediata. Sin embargo, la cosa es que no tuve tiempo hasta ahora. No es que anduviera liadísimo, pero es que de repente cada cosa se ha vuelto infinita, una especie de universo en sí misma. Como si el tiempo se hubiera ralentizado tanto que un minuto lo experimento como un año. Y cada centímetro de mi casa se extiende como un kilómetro, de manera que levantarme del sofá para ir a la cocina es un largo y penoso viaje, a menudo lleno de obstáculos y desvíos, repleto de acontecimientos fortuitos, que puede durar horas o incluso días. En solo unos pocos metros te puede pasar de todo. Mi madre me llama por videoconferencia para darme la última actualización de personas contagiadas. En el chat de compañeros del colegio, alguien ha compartido un vídeo donde un tipo hace pasar un radiador por un perro y así poder salir diez minutos a la calle. Los vecinos de mi bloque salen a la cacerolada de las doce. Me manda un audio mi amigo Juanjo para contarme que está flipando con el ambiente apocalíptico en el supermercado. Mi madre me vuelve a llamar para decirme que se le ha olvidado preguntarme por el niño. En el chat de primos se suceden los mensajes de buenos días, las caritas de risas y los corazones. Mi hijo me dice por tercera vez que quiere que vayamos a jugar. El gobierno, que antes era un firme defensor de la austeridad y el libre mercado, ahora resulta ser keynesiano de toda la vida. Mi hermano me manda un vídeo de un chino que se quema las manos y al agitarlas, le colocan una guitarra española y toca a Paco de Lucía. No he recorrido ni dos metros, es más, ni siquiera he salido todavía del salón y ya estoy exhausto, a punto de darme por vencido. Siento mi cabeza a rebosar, como si ya no me cupiera nada dentro. Me falta el aliento, me duelen los músculos. Y aún no son las diez de la mañana. Me pongo el termómetro por si acaso. Ni rastro del corona.
Y es que un amigo, que tiene un sexto sentido para analizar las situaciones, me dijo ya el primer día de confinamiento, que lo de estar en casa tantas horas no era nada, y me mandó un vídeo como prueba. En la imagen, uno de estos genios de la pantalla, contaba con gracia y desparpajo que todo esto de quedarse en casa no era más que una especie de domingo de resaca, que si lo pensábamos con calma, ya lo habíamos vivido, pues quién no se había tirado un día entero sin levantarse del sofá después de un fin de semana de pedo. Nadie, exclamó mi amigo. De nuestra edad, pensé yo, y en realidad ya me empezaba a pillar aquello un poco lejos. Además, me hubiera gustado ver a aquel lumbrera con resaca, un hijo tres años, pareja y teniendo que lidiar con la oficina por teléfono y videoconferencias cada media hora. No hubiese aguantado ni un asalto. Pero mi amigo ya estaba a otra. Únicamente había que encontrar el punto, continuó aconsejándome, para que la bajada del pedo fuese progresiva, no dejar de beber de repente, sino seguir con pequeñas dosis hasta que todo se volviera de nuevo normal. Sin más. Y ahí ya no supe qué decir. Él hablaba como si se hubiera convertido en todo un especialista. Se refirió a la resaca como una técnica de relajación oriental. Mencionó el taller de mindfulness al que acudía los lunes. Pero yo solo quería llegar a la cocina y beber un vaso de agua. Me acordé de que mi amigo había estado un tiempo enganchado a los porros y que a veces todavía se le iba la cabeza. Así, que me callé y le dejé que hablara con el manos libres puesto, que es lo que hace todo el mundo en estas horas, mientras abría el frigorífico a ver si me inspiraba.
Sigue publicando Carlos, así vemos las cosas con otra perspectiva.
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