Más de limoná que de chicha

Diario de una epidemia 44 –

Tiene su gracia lo de las horas para salir. Sobre todo, después de casi dos meses encerrado en casa. Es como diseccionar una ciudad entera, un país entero, para mirar cómo son las capas que lo componen.

Como en general se está respetando a rajatabla la organización de las salidas, me llama la atención la consistencia de cada una de las franjas horarias. Normalmente solemos ver la calle como una mezcla hasta cierto punto caótica de personas de todas las edades, con intereses ignorados y de cuyos destino y procedencia apenas sabemos más que se cruzaron delante de nosotros. 

Pero ahora es bien distinto. Esta mañana, sin ir más lejos, la calle trasera de mi casa, que da a un parque, era una auténtica romería a eso de las nueve. Gente con mallas, en zapatillas, cintas en el pelo, auriculares, riñoneras, todos volvían a casa disciplinados y en silencio, tras su ratito de deporte individual. Abundaban los que tienen entre treinta y cincuenta años. Algunos con mascarilla, otros solo con guantes.

Pensé que había una cierta densidad. Me dije, joder, hay una buena cantera deportista en la ciudad del Valle. Aunque, sinceramente, tras estos meses con todo vacío, cualquier cosa me parece ahora un tumulto. Sin embargo, a partir de las diez comenzó el turno de los mayores. Y ahí sí que sí. Lo que se anunció como un goteo sin importancia, terminó por revelarse como la auténtica cara de Valladolid: una mayoría abrumadora de personas mayores yendo a pasear. Por momentos, eran tantos que dudé si se había autorizado alguna manifestación. Iban todos muy tranquilos, solos o en pareja, casi tapados de arriba abajo, disfrutando del aire y el ambiente soleado. Me emocioné al verlos, pensando en el miedo y la preocupación que debían de haber pasado algunos. 

Entonces, llegó el mediodía. Lo que antes había estado ocupado por una muchedumbre, ahora no eran más que aceras vacías. Con los últimos mayores que corrieron a sus casas, desapareció también el ajetreo. Los pocos niños que se veía caminaban con sus padres, casi siempre de la mano o sin alejarse demasiado. Es cierto que a esas horas, no hay costumbre de salir y menos un día de diario. Pero incluso por la tarde, hasta las siete, no hubo mucho más. Es así, aunque me pese. Nada que ver con esa breve intersección de transeúntes que se dio a las ocho, donde los primeros runners vespertinos pasaron junto a los últimos mayores del segundo turno de la tarde. Toda una explosión de la pirámide poblacional.

Palmeras cocoteras en Miami, autor desconocido, 1898. Dominio público.

Y es que no sé cómo irá en otros barrios o ciudades, no me pienso fiar de cuatro fotos que confunden a propósito, pero en mi zona es sorprendente lo bien organizado que está todo. Es más, ayer llegamos diez minutos más tarde de las siete y me sentí fatal. Ya no quedaba nadie con menores. Nos vimos como intrusos en un mundo extraterrestre. 

Es muy raro asistir a estos nuevos rituales. Aunque, sinceramente, si no fuera por lo de los horarios, no notaría grandes diferencias con la actividad normal. Valladolid ya es de por sí una localidad con sus costumbres fijas y asentadas. Es cierto que con su tamaño apunta también maneras de metrópoli, pero el paseo los domingos a las siete por la calle Santiago o el vacío casi ártico de un martes de febrero a eso de las nueve de la noche están muy cerca de estos flujos que vivimos estos días. 

No hay grandes fotos ni titulares a cincuenta puntos. Hasta en esto somos regulares y predecibles en la meseta, lo cual no me parece mala cosa según se mire. Igual, por eso, los periódicos de aquí, si quieren vender un poco de jaleo y confusión, tienen que afanarse en hablar de Cataluña o de Madrid, pues me parece a mí que los vallisoletanos, mucha chicha, no estamos dispuestos a ofrecerles. Somos más de «limoná».

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