Tierra extraña

Diario de una epidemia 45 –

Al lado de mi casa tenemos una residencia de ancianos. La chopera del jardín es tan grande y tan bonita que desde las ventanas del salón parece la ribera de un río. Así, que las tardes que estamos hartos del páramo y su sequedad, fijamos la mirada en sus copas verdes y soñamos con colinas frondosas y con cauces anchos y frescos donde bañarse.

Los primeros días del estado de alarma no le quitábamos el ojo a la chopera. Abríamos de par en par las ventanas y dejábamos que nos llegase el perfume de los árboles. Vimos brotar los árboles en marzo y cómo las urracas daban los últimos retoques a sus nidos. Vimos también cómo el banco de la entrada de la residencia lo acordonó una tarde la policía y cómo, desde entonces, las cuatro personas que solían salir a pasear fueron faltando a su costumbre en las tardes posteriores.

Solamente un señor, tal vez el más joven de todos, que aun así no tendría menos de ochenta años, siguió recorriendo el jardín cada día. Puntual a última hora de la mañana, caminaba despacio, con las manos cruzadas a la espalda mientras cantaba coplas. No lo hacía demasiado bien, creo que impostaba mucho su voz de tenor, con ese estilo de la vieja escuela que le mete un poco de vibrato a todo, pero no desafinaba y lo hacía entusiasmado, disfrutándolo. En cualquier caso, nos alegraba el rato cada vez que lo escuchábamos.

El hombre se daba su paseo, tranquilo, hiciera frío o viento. Eran las primeras semanas de confinamiento y asistíamos bastante horrorizados a lo que nos contaban del mundo exterior, con cifras de contagios mañana y tarde, fallecidos a centenares y el silencio más enrarecido que he vivido jamás, con una mezcla de inquietud, preocupación y, al mismo tiempo, recuerdos de veranos de la infancia. Se daba unas vueltas por entre los chopos, subía y bajaba por un camino, se paraba a admirar alguna copa y continuaba. Hasta que entonces, al cabo de un rato, como un intérprete que debe prepararse entre bambalinas y espera con paciencia que le den la entradilla, soltaba su vozarrón sólido con los primeros compases de Juanito Valderrama o Antonio Molina.

Como eran los momentos de plomo del confinamiento, no pasaba ni un coche por la calle. Únicamente los pájaros y el crujir de los troncos moviéndose con el viento, las hojas agitándose como la espuma rota de las olas, lo interrumpían de vez en cuando. Así, que su melodía retumbaba con fuerza y cuando subía muy alto, incluso hacía eco. Así podía estar más de media hora. Nunca fue a buscarlo ningún celador, ninguna cuidadora ni nadie para decirle nada. Realizaba su actuación en la más estricta soledad, caminaba su rato y después entraba de nuevo en la residencia. 

Florecillas, autor desconocido, hacia 1925. Colección Matson. Dominio público.

Una mañana, salió como siempre a su hora, realizó su ritual de preparación, y se puso a cantar. Nosotros ya nos habíamos aficionado y, en cuanto llegaba la hora, nos hacíamos un café y abríamos la ventana. Nos sentíamos casi como si fuéramos al teatro, con asientos de primera fila en un palco. También al niño le pusimos una silla y aprovechamos para darle la fruta que toma a la hora del almuerzo. El señor comenzó con «El emigrante» de Valderrama, pero con un tempo pausado, más melancólico. Tengo que hacerme un rosario con tus dientes de marfil, comenzó la primera estrofa, justo cuando en ese instante vimos cómo por detrás de él llegaba una ambulancia, en silencio, de modo que al entonar adiós mi España querida, dos figuras de blanco, enfundadas en sus trajes herméticos, con gafas, guantes y mascarillas, salieron del vehículo y entraron en el edificio. El hombre no se dio cuenta de nada o, al menos, eso nos pareció, porque continuó entonando cuando salí de mi tierra, volví la cara llorando, alzando más todavía el volumen, como si le dedicara la tonadilla a uno de los bancos vacíos que tenía delante. Entonces, como si hiciera su propio popurrí sentimental, guardó silencio súbitamente y mientras entraba en la hierba, pasó a cantar Concha Piquer. 

«En tierra extraña» fue la copla elegida. Voy a contarles a ustedes lo que a mí me ha sucedido, que es la emoción más profunda que en mi vida yo he sentido, lanzó el hombre mientras parecía flotar sobre el verde. La canción habla de la nostalgia de los emigrantes por la patria, pero con cierta alegría. Habla de ese momento casi indescriptible si uno no ha vivido fuera, en el que surge una especie de comunión con desconocidos por el hecho de compartir algo cultural, el gusto por el vino, en este caso, durante una nochebuena en Nueva York celebrada en plena ley seca. Por lo visto, la mujer se gastó un dineral en comprar un mejunje ilegal en una farmacia para invitar a unos amigos. Pasaron la velada charlando y riendo, bebiendo como un manjar lo que en realidad debió de ser un brebaje asqueroso. Hasta que surgió del silencio de la noche, a lo lejos, la melodía de un gramófono tocando el mítico «Suspiros de España» y todos rompieron a llorar. La última estrofa del pasodoble resulta especialmente intensa porque la melodía comienza a citar «Suspiros» mientras la letra sigue con «Tierra extraña». El efecto es que el corazón parece estar ya en un lado, al tiempo que la cabeza se esfuerza en continuar en el otro, provocando una tensión emocionante que no se libera hasta que la letra cesa y la música lo arrebata a uno llevándoselo por suspiros. 

El señor terminó justo cuando la ambulancia arrancó de nuevo llevándose a alguien. En silencio, como había llegado. Casi de forma desapercibida. Aunque él estaba de frente, contemplando la escena. Se dio media vuelta, sin decir nada. Se alejó por entre unos setos. Solo cuando la puerta se despejó del todo, enfiló el camino de vuelta atravesando todo el jardín. 

Mi chica y yo, con la piel de gallina, no pudimos contener el aplauso. No creo que nos oyera. Ni siquiera se giró. Aun así, insistimos con fuerza, tanta que ahora eran nuestras palmadas las que retumbaban en la calle. Pero él siguió sus pasos con las manos en los bolsillos. Subió los cuatro escalones de la entrada y desapareció por el vestíbulo de la residencia.

A la mañana siguiente, estaba bastante nublado. El hombre no apareció. Pensamos que el tiempo no acompañaba. Sin embargo, tampoco salió el día después, que hizo muy bueno. La semana siguiente, vimos más ambulancias y algún coche fúnebre. Una noche, incluso, el ejército entró a fumigar. Nadie volvió a aparecer en aquella chopera. Durante tres semanas interminables solo se oyó el crujir de los troncos, las hojas salpicando como la espuma del mar, los gorriones y las urracas brincando de rama en rama. 

Hace dos tardes, unas voces llegaron hasta nuestra ventana. Era un grupo de enfermeras haciendo una pausa. Charlaban mientras fumaban. Algunas reían.

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