Diario de una epidemia 17 –
Anoche, cuando encendí el ordenador y me puse a mirar las noticias, casi se me sale el corazón. Una alegría inesperada me asaltó al abrir los periódicos y fui corriendo a la cocina a avisar a mi chica, a coger en brazos a mi hijo, pues debíamos celebrar que en Valladolid ya no había epidemia.
Como os lo digo. Ni una sola noticia del virus por estos lares, ni un comentario de nuestro ínclito presidente Mañueco, ni si quiera un breve vistazo a nuestros hospitales. Aunque tampoco había nada de Soria, de Badajoz o de Huesca, por poner algunos ejemplos, por lo que también deduje que allí estarían de enhorabuena. Solo en Madrid, pobrecillos, debe de seguir la epidemia. Y creo que también algo en Cataluña. Pero vamos, sobre todo en Madrid, porque es del único sitio del que se habla.
Y en las redes sociales, tres cuartos de lo mismo. Fijaos cómo será la cosa que yo ya me estaba reconciliando con mi ciudad, que en general suele ser un pelín sosa, con la cantidad de cosas que estaba viendo, cuando descubrí que no, que no eran de aquí. Vídeos de gente haciendo conciertos en el balcón, vecinos de torres enteras cantando Al alba de Aute, escritores leyendo sus poemas al barrio, profesores explicando las teorías biopolíticas de Foucault al señor del segundo. Una pasada, vamos. El nuevo Berlín, como decían irónicamente unos colegas hace unos años. Solo que todo esto era en Madrid.
No digo que esas cosas no pasen aquí. Seguro que sí. Pero es que como solo se informa desde la capital, parece que la única realidad es aquella. Y es que si ya hace años se decía aquello de que cuando nieva en Madrid, nieva en toda España, ahora me he dado cuenta de que lo interesante es verlo al revés: aunque nieve en el resto de España, no será realidad hasta que lo haga en Madrid. Entiendo que esta es la estrategia de la mayor parte de los medios de comunicación, incluso de los locales que, al haberse quedado con sus redacciones mermadas, deben tirar de informaciones de agencia más de lo normal.
Así, que con toda la alegría en el cuerpo, cogí al niño y le propuse bajar la basura por décimo cuarta vez. Pero esta vez a lo loco. Sin mascarilla ni guantes ni alcohol. Había que celebrar que la epidemia ya había pasado, y qué mejor manera de hacerlo que yendo a los contenedores, por lo que le dije que se cogiera un juguete, el camión con la cuerdecita, por ejemplo, y se viniera conmigo.

Tiramos la bolsita y cuando ya estábamos de vuelta, apareció un furgón de la policía. No pude contener el entusiasmo. Como en aquellas escenas de películas de la Segunda Guerra Mundial, donde los aliados liberan un pueblo francés, agarré al niño en brazos y salí corriendo en busca de los agentes, lanzando vítores y hurras, con una sonrisa de oreja a oreja, recibiéndolos como auténticos salvadores de esta guerra.
Pero ellos frenaron en seco. Se pusieron a nuestra altura y ya me empezó a parecer un poco extraño al ver que no salían del vehículo. Bajaron las ventanillas y, ante mi gesto de ir a abrazarlos, agarraron sus porras con guantes de látex y las extendieron como indicándome que no me acercara. Fue entonces cuando me fijé en su rostro. Debía de haber alguna clase de error. Lo llevaban cubierto con mascarilla. No daba crédito a mis ojos. Si ya no había epidemia en Valladolid, ¿por qué estos dos hombres iban así disfrazados?
Pero la cosa no terminó ahí. Con un tono bastante borde, me preguntaron qué hacíamos en la calle. La cara de sorpresa que debí de poner tuvo que ser tan exagerada que me avisaron de que no les tomara el pelo. ¿Cómo? ¿Así era como la policía celebraba el final de la cuarentena? O sea, que mi intención era darles un abrazo de hermanos y ellos, sin embargo, seguían con su paranoia viral. Pero, claro, a ver quién era el guapo que les decía que no habían visto las noticias de hoy. Parecía como si algunos hubiesen deseado de toda la vida el estado de alarma para justificar sus aires de grandeza y su autoridad, pensé.
Lógicamente no les dije nada de esto. Intuyendo que se podrían haber quedado atrapados en un episodio de nostalgia autoritaria, y reconociendo de todos modos su superioridad, decidí seguirles la corriente. Hacerme el tonto, fijo que funcionaba. Así, que retrocedí unos pasos. Les expliqué que venía de tirar la basura con el pequeño. Pero mi hijo, ajeno a la situación, naturalmente solo pudo dar más motivos para la desconfianza. Se encontraba ya en ese instante al otro lado de la calle, alucinando con unas florecitas de un parterre y metiendo piedras en el camión. Entonces el policía me dijo que no. ¿Cómo que no? Pues que usted no viene de tirar la basura, me replicó en tono duro, advirtiéndome que además el niño no podía salir, que cómo le íbamos a decir a todos los niños que se quedaran en casa, si luego había padres que se saltaban la ley, aunque únicamente fuera para ir al contenedor. Y se quedó tan tranquilo.
Estuve tentado de sacar el móvil y enseñarles mi Facebook, a ver si se convencían de que hoy era el día de la victoria. Pero me mordí la lengua. Qué ganas tenía yo de arriesgarme a una multa. Ya se sabe que en esos casos no se puede razonar. Cada uno tiene la suya y todos pensamos como pensamos, me dije. Si ellos deseaban seguir creyendo en el virus, quién era yo para despojarles de su ilusión. Allá cada cual creyendo en sus cosas. Ya les informarían mañana en el cuerpo de que todo había pasado. Y me fui a casa con una cierta amargura por la ignorancia de algunos, aunque contento de saber que el sol saldría mañana más radiante.