Diario de una epidemia 42 –
Hoy ha sido un gran día, cómo no. Después de casi cincuenta sin salir de casa para apenas ir a comprar comida, la mayor parte de la gente ha podido volver a la calle. Y me alegro, sinceramente de que muchos hayan vivido hoy lo que sentimos mi hijo y yo hace ahora una semana, cuando realizamos nuestra primera excursión al espacio exterior. Sin embargo, ¿no flota también en el aire la idea de que podría ser de otro modo?
Me explicaré. La semana pasada, al salir con el niño, aparte de la extrañeza que nos embargó, supongo que algo parecido a lo que tuvieron que sentir los primeros exploradores de otros mundos, nos entró un cierto miedo. No era que no quisiéramos dar aquel paseo o que pensáramos que nos podría pasar alguna cosa. No. Era una leve sensación de alerta, un despertar del cuerpo y los sentidos hacia lo desconocido, sin poder dejar de mirar a todas partes, sin poder dejar de olisquearlo todo, sin poder dejar de percibirnos como un gran dedo que lo toca todo, aunque en realidad evitáramos el contacto.
No era un gran miedo, ni siquiera se trataba de algo del todo desagradable. No nos impedía seguir caminando ni disfrutar del viejo mundo exterior que había parecido renovarse tras cincuenta días sin nosotros. Pero era miedo, al fin y al cabo. Un miedo muy básico y leve a volver a la vida anterior, a fallar en nuestro propósito de evitar el contagio, a precipitar una rápida y súbita caída en otra fase de confinamiento. Un miedo a caminar de nuevo más allá de nuestras cuatro paredes familiares.
En todo este tiempo, lo cierto es que la vida cotidiana se ha ido abriendo paso. Lo que me parecía extraordinario en los primeros momentos, se muestra ahora con toda su expresión rutinaria. Los días iguales, las horas sin minutos, la casa sin espacios íntimos, las caras a través de la pantalla, incluso la mascarilla y los guantes se han tornado lugares comunes de una nueva geografía sentimental que hemos ido recorriendo paso a paso a lo largo de este confinamiento. Lo increíble es que al final nos hemos acostumbrado. Hemos rehecho nuestra vida en unas condiciones que parecían imposibles. Es más, puede que algunos nos hayamos adaptado bien.

Así, que nos da miedo volver a nuestro mundo anterior porque sería un nuevo cambio. Tendemos a permanecer, a no movernos si podemos, de modo que otra vuelta de vida nos resulta pesada, se nos hace cuesta arriba, nos provoca una cierta desconfianza porque, en el fondo, ahora no estamos tan mal, y sabemos que esta quietud en la que nos hemos refugiado tal vez sea lo último que nos quede de aquel mundo que dejamos hace meses y que se ha ido evaporando durante nuestra ausencia. No es que tengamos miedo a lo que venga a partir de ahora, es que no soportamos la idea de que las cosas se repitan en una versión más descarnada, más precaria y constreñida. No es un miedo a lo desconocido, sino a la peor cara de algo que ya hemos atisbado en el pasado.
Pero también confieso que en aquella primera salida hubo algo de temor por fallar en el cometido primordial que hemos tenido estas semanas. ¿Y si este gozo, esta maravillosa sensación de ver de nuevo el mundo me llevaba a estropear todo el esfuerzo realizado colectivamente? Me invadió la vaga idea de que tal vez se iba todo al traste, como cuando has estado trabajando en un proyecto mucho tiempo y, justo antes de entregarlo, te vienen las inseguridades, dudas más que nunca porque crees que solo el hecho de darlo por finalizado acabaría con su fantástica posibilidad de ser siempre algo mejor. ¿Y no nos entra entonces la tentación de dejarlo sin terminar para no tener que asumir un posible fracaso?
Y es que, aunque no le quiera dar vueltas, aunque me diga que no, que son gilipolleces, solo la posibilidad de una nueva recaída, solo imaginármelo, me provoca ese miedo que me lleva a preferir quedarme en casa. Sé que es algo momentáneo, que a la segunda o tercera salida se pasa, de hecho, después de una semana apenas queda rastro, pero hay que lidiar con un riesgo nuevo, asumir con valentía que todas las opciones están abiertas.
No es algo, como he dicho, que me haya preocupado demasiado. Pero bien podría imaginarme que a otra gente le tuviera atenazado este miedo. Al fin y al cabo, nunca antes habíamos tenido tanta responsabilidad sobre cada uno de nuestros actos. O, más bien, no la habíamos sentido de una manera tan corpórea. Porque depende de nosotros cómo vaya a partir de ahora. Depende de si respetamos los horarios, las distancias, los gestos de seguridad, de si nos relajamos totalmente o mantenemos un nivel de alerta. Esto es lo difícil, lo que da miedo.
De ahí que la tentación de quedarse en casa sea fuerte. Pero imagino que también esto es una concepción afortunada, es decir, que de algún modo me puedo permitir estas disquisiciones, pues habrá sin duda otras personas que no tengan ni siquiera opción al miedo y su única posibilidad sea salir de casa.
Deja una respuesta