Un gran paso para un niño

Diario de una epidemia 37 –

Hoy ha sido el gran día. Cuarenta y seis jornadas de confinamiento oficial más cuatro de bola extra por la varicela del niño, cinco horas, treinta y siete minutos y doce segundos después me he sentido como si media vida de esfuerzo y de trabajo hubiese sido por fin recompensada. Sí, estimados amigos y amigas, hoy ha merecido la pena tener un hijo. Desde un punto de vista social, claro.

Siento decirlo así, pero nunca antes había sentido tanto orgullo y tanta alegría por el hecho de ser padre. Tal vez cuando nació. Lo que pasa es que luego con los llantos, las noches de insomnio y los caprichos se fue pasando. Pero es que ver a mi niño enfundándose en su traje de astronauta, cerrándose la escafandra y dirigiéndome por radio sus primeras palabras en el espacio exterior, ha sido muy emocionante. 

Desde un punto de vista técnico, la operación ha resultado también todo un logro de la planificación, la innovación y el trabajo en equipo. Primero, la maniobra de despresurización de la casa. Se trataba de una rutina de movimientos compleja para que, al abrir la puerta, no se perdiera ni el calor ni la sustancia del encierro. Nuestros cálculos nos daban una diferencia de temperatura de entorno a los trescientos grados Kelvin y poco más de una atmósfera. Así, que los dispositivos de seguridad tenían que estar a punto. Los ensayos se hicieron imprescindibles las últimas semanas. 

Por la mañana, clases teóricas, y por la tarde, prácticas. En el salón quitamos los muebles y construimos a escala 1:1 una copia perfecta de la puerta exterior, los ascensores y el portal.  Marcamos cada movimiento, los giros de los pomos, los pasos que debíamos dar cada uno, mi hijo en un lado del pasillo y yo en el otro, coordinados a la perfección. Y aquí llegó la primera gran decisión que tuvimos que tomar. ¿Planteábamos este primer paseo espacial a duo o en solitario, es decir, enganchados el uno al otro por los arneses o guiados únicamente por los propulsores de cada uno? Porque el más mínimo fallo podría, en el peor de los casos, lanzarnos violentamente hacia las profundidades de la calle, sin posible retorno. Así, que decidimos no escatimar en seguridad y nos atamos el uno al otro.

Luego, las clases teóricas, donde debo decir que se ha esforzado mucho. Repasamos la biografía completa de Valentina Tereshkova, estudiamos los entrenamientos de Laika y los primeros lanzamientos de las misiones Apollo. A Yuri Gagarin y Alan Shepard nos los sabíamos al dedillo. Resolvimos paso a paso la ecuación de Tsiolkovski, una, dos, hasta tres veces. Incluso, mi hijo aportó un nuevo enfoque al problema de los tres cuerpos, resolviéndolo de una manera totalmente diferente a como lo hizo Minovitch, de modo que ya estábamos preparados para escapar de la increíble fuerza gravitacional de la casa.

El mar al fondo de un prado de flores, autor desconocido. Hacia 1900. Dominio público

Así, que a las 11.31 en horario universal (UTC), realizamos con éxito la primera maniobra de despresuriazación, dejando a mi chica al mando de la casa, quien nos estuvo guiando por radio durante todo el paseo. ¡Qué emoción los primeros instantes en el vestíbulo del ascensor! ¡Qué belleza la oscuridad cósmica del portal! Y, de repente, apenas sin darnos cuenta, un minuto y treinta segundos después, estábamos ya en la calle. 

Antes de alejarnos más, eché un vistazo rutinario a los sensores para comprobar que todo estaba bien. Cápsula de agua, perfecta. Oxígeno, al noventa por ciento. Nivel de pipí, aceptable. Temperatura y presión, óptimas. Entonces, de un golpe de propulsor, nos lanzamos hacia la calle exterior.

Algún día los aventureros del cosmos nos contarán cómo se sintieron la primera vez que viajaron a Marte, aunque no creo que difiera mucho de lo que ya nos han contado los que marcharon a lo desconocido en el pasado. Incluso, podríamos decir, que el viaje de Colón o los Vikingos hacia el continente americano fue en su época más arriesgado, colocó a los expedicionarios más al límite de lo racional, de lo que pueda ser cualquier misión al espacio, siempre conectados con la base a través de todo tipo de sensores y comunicadores.  

Sin embargo, nada de eso es comparable con el paseo de un ser humano por la calle tras casi cincuenta días de confinamiento. Las primeras palabras del niño fueron simplemente: «papá, mira un árbol». 

Nunca ha habido tanto asombro, tanta ansia por mirar, tocar, oler y gustar como hoy, durante nuestro primer paseo. De hecho, tras cincuenta y dos minutos de caminata espacial, estábamos exhaustos, absolutamente aturdidos, algo que dicen los expertos es normal al experimentar la gravedad cero, y volvimos antes, para sorpresa de mi chica que no esperaba para nada que cumpliéramos con el horario. Pero lo hicimos, hasta ese punto salió todo perfecto. 

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