Diario de una epidemia 38 –
Si hay algo que estoy sacando en claro de esta situación excepcional es que hay otros virus, al menos, igual de malos que este corona. Tal vez, no de llevarnos a la UCI del hospital, pero sí muy contagiosos y, aunque de otro modo, devastadores con nuestro mundo.
Hace unos días mencioné lo prolífico que era el término «coronavirus», gracias a su mecanismo de composición gramatical, que es lo que hace que dos lexemas o partes invariables de dos palabras se junten sin más para formar otra. Gracias a este mecanismo, se pueden crear casi todo tipo de nuevos conceptos, como «coronaidiota» o «coronafacha», si llegáramos hasta estos extremos.
Pues bien, no sé si será por esto o porque la situación, en general, es bastante propicia al contagio de cualquier cosa, el caso es que el lenguaje se está convirtiendo últimamente en el peor virus conocido. Ya lo dijo William Burroughs, que en la década de 1960 se ocupó bastante de ese tema. Él tenía la hipótesis de que la palabra escrita había sido una especie de virus que impregnó tan bien y de forma tan perfecta al ser humano que ya no fue considerado como tal, aunque de hecho, había posibilitado la palabra hablada.
En aquella época la metáfora del virus como lo diferente a nosotros, lo radicalmente ajeno que se introduce en un cuerpo y lo transforma enfermándolo, estaba llegando a su apogeo. Incluso llegó a exacerbarse ese atributo de la diferencia durante los años 1980, con la epidemia del VIH, que puso sobre la mesa la mismísima condición sexual de cada uno como excusa para acentuar las distinciones, los estigmas y las exclusiones, que siempre necesitan partir de la base de que uno no es igual a otro para ser aplicados.
La película Ponty Pool, del año 2008, pareció inspirarse en esa idea del lenguaje como virus, pues una enfermedad se expande por un pueblo a través de las palabras de un locutor de radio, y acaba convirtiendo a todo el mundo en zombis que se devoran los unos a los otros. Para salvarse, los protagonistas tendrán dos opciones: hablar sin sentido o hablar otro idioma, pues el inglés, lengua materna suya, está infectada.
¿No es esto lo que, en cierto modo, nos está pasando estos días con nuestra lengua, que está siendo infectada por la coronalengua? De tanto habitar el virus y hablar solo de él, parece que estamos olvidando cuestiones básicas como el civismo, la responsabilidad, la racionalidad, la empatía y una cierta medida de las cosas, como si nuestra lengua se hubiera contagiado de ese odio, esa rabia y ese cainismo que algunos se esfuerzan tanto en difundir por tierra, mar y aire a propósito del virus, y ya no fuésemos capaces de cambiar de tema cuando hablamos con nuestros amigos, de expresarnos comedidos a la hora de hacer valoraciones o de mostrarnos comprensivos con las actitudes de los otros. Solo hablamos la lengua del miedo y el rencor.

El contagio en nuestro habla cotidiana tiene que ver con eso, con el hecho de que hemos dejado entrar en nuestra forma de pensar cuestiones que antes, hace solo dos meses, nos hubiesen sonado a barbaridades reaccionarias. Quejarnos todo el día de cualquier cosa que salga de nuestro radio de acción íntimo, ciertamente muy limitado por el confinamiento. Criticar medidas sanitarias sobre las cuales no tenemos ni idea. Despotricar contra el vecino que sale a la calle por el motivo que sea. Lanzar todo tipo de insultos hacia padres y niños por unas cuantas fotos cuya veracidad está en duda, o contra el dueño del perro que se pasea sin mascarilla. Exigir, exigir y exigir como si tuviésemos una auténtica rabieta.
El problema con este tipo de virus es que no ataca tanto a la persona como a la medicina en sí para combatirlos. Seguramente, aquel que lo padece ya tenía una tendencia a ser un cascarrabias, a mirarlo todo negativamente o a despreciar a los demás. Sin embargo, lo que resulta dañado es la confianza de los unos en los otros, la credibilidad de nuestros relatos cotidianos, que es lo que nos explica nuestro papel en nuestro entorno, y la capacidad de colocarnos en el lugar del otro. Estas cualidades son precisamente nuestra mejor barrera contra tales epidemias y, de ahí, que sean el primer objetivo de la enfermedad para expandirse. Una vez borradas del mapa, somos caldo de cultivo para el odio, el desprecio y la violencia.
Y si alguien se pregunta todavía cómo es posible que sociedades cultas y demócratas puedan terminar apoyando a personajes autoritarios, aquí tiene la respuesta. El filólogo alemán, Viktor Klemperer, perseguido, torturado y encerrado por su condición religiosa, describió durante los años del nazismo cómo la manipulación del lenguaje fue operando la gran transformación en la sociedad germana. En su magnífico libro LTI: la lengua del Tercer Imperio, una especie de diario filológico que escribió desde finales de los años 1920, es decir, antes incluso de la llegada del partido nacionalsocialista al gobierno en las elecciones de 1933, habla de la difusión que los medios de comunicación le dan a ciertas ideas, cambios de significado en algunas palabras, conceptos nuevos que van borrando la memoria de una sociedad ilustrada (una de las cunas de la filosofía, de hecho) para instalar en la mente de todos los individuos el pensamiento reaccionario y autoritario. Y todo ello llevado ideado y alentado por un grupo relativamente pequeño de personas que supo aprovecharse del miedo, la inseguridad y la frustración de mucha gente, en un tiempo de crisis que ahora se nos empieza a revelar más moderado que el que se nos está anunciando para los próximos años.
Viktor Klemperer vio la muerte en varios momentos, como él mismo advierte en su diario, pero en ninguno de ellos dejó de analizar e interpretar, escondiendo sus papeles de mil maneras, esas concesiones mínimas que la gente corriente le fue dando a la barbarie, siempre pensando que se trataba de «pequeñas expresiones sin importancia», tal y como explica que le dijo un amigo berlinés a propósito de los motivos por los que había sido perseguido y condenado a muerte. Él supo, como nadie hasta ahora, ver el funcionamiento del lenguaje como virus, aunque no usara esa metáfora.
No digo con todo esto que mañana mismo vayamos a caer en el caos y el salvajismo. Lo que pasa es que veo estos días a la gente muy cansada, muy revuelta, algo lógico después de la tralla que llevamos encima, y me preocupa que, incluso, gente conocida esté empezando a mostrar síntomas de estar contagiada por coronalengua. Y es que cada vez que nos dejamos arrastrar en las redes sociales por un impulso egoísta y lleno de miedo, expresando una opinión de rabia o de rencor, compartiendo un bulo interesado, le estamos prestando nuestra voz a los instigadores del virus del odio y el desprecio. Y una vez infectados, aquí no hay UCI que nos valga.
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