Ahora ya estaba claro que había ganado las elecciones. El jefe de prensa entró en la habitación sin llamar y le entregó el discurso con las últimas correcciones. Nada realmente sustancioso. El hasta ese momento candidato miró a su asesora y rápidamente ella, adivinando por puro entrenamiento lo que quería, comenzó a modular la voz, marcando claramente las pausas, utilizando la mano como una especie de metrónomo para indicarle el ritmo con el que debía pronunciar cada frase. Él lo repetía y su asesora le corregía una y otra vez ese absurdo y malsonante tono ascendente, como un gallito, que le salía siempre al final de cada párrafo. Le peinaron, le vistieron, ensayaron una última vez el discurso, le dieron los últimos apuntes, le perfumaron, le pusieron un último toque de maquillaje y, por fin, llegó el momento de salir ante las cámaras, que lo esperaban en la calle junto a miles de simpatizantes que coreaban desde hacía una hora su nombre igual que en los partidos de fútbol.
Por los pasillos se sintió llevar como en volandas. Estaba en blanco. Miraba a todo el mundo sin ver realmente lo que estaba sucediendo. Notó la mano de su mujer que lo agarraba y tiraba de él. La secretaria general del partido caminaba a su lado, sin permitir que el resto de la ejecutiva la adelantara o que alguien se hiciera hueco entre ambos. Pero en ese instante, en un momento en el que tuvieron que esquivar a unos fotógrafos justo antes de salir al balcón, el tesorero metió el brazo y se abrió paso entre la presidenta regional y el secretario de organización, de modo que logró colarse en el flanco izquierdo de la asesora, tan cerca del candidato que la secretaria general no pudo disimular su indignación y sus nervios.

Al candidato las sonrisas que lo rodeaban no le parecían más que grotescas alucinaciones y le invadió un vacío que comenzó a transformarse en una especie de hueco en el estómago que se fue expandiendo por sus entrañas, retorciéndole los intestinos, aplastando su vejiga a punto de estallar contra la pelvis, subiéndole por el esófago y la garganta hasta la boca para terminar alcanzando su rostro y reflejarse en un tic que le hizo guiñar ligeramente el ojo y torcer la comisura de los labios. Así, cuando salió al balcón, se quedó tan aturdido por los focos de las cámaras, los miles de flashes golpeándole una y otra vez en la cara, las miradas que le apuntaban interrogantes y desencajadas por el júbilo, que olvidó por un segundo el motivo de estar allí. Solo sintió cómo alguien lo empujaba hacia el centro, colocándolo delante del micrófono, con una leve palmadita en el hombro que debía significar adelante, ahora te toca a ti, o algo parecido. Pero la lengua la tenía acartonada, casi rígida, y los labios se le pegaban como si una extraña fuerza los succionara hacia dentro.
Probablemente permaneció así, callado y desorientado, no más de unos segundos, con el tic lanzando señales de auxilio. Pero allí fuera y ante la espera de todo su equipo y las cámaras de televisión en directo, esa pausa debió de parecer tan larga y significativa que lentamente los gritos empezaron a remitir. Hasta que la expectación se hizo silencio. El candidato intentó abrir la boca, pero no pudo. Mientras, la ejecutiva, formada en semicírculo detrás de él, mantenía una sonrisa compacta. Sin embargo, la secretaria general miró de reojo a la asesora y, entonces, sin pensarlo demasiado dio un paso al frente, colocándose a la misma altura que el recién elegido presidente. Sin dudar, lo agarró de la mano y la alzó como quien levanta un trofeo celebrando la victoria. Entonces, el tesorero, que daba muestras de inquietud con los ojos y rastreaba en la muchedumbre cualquier mínimo signo de impaciencia o de malestar, se adelantó e hizo lo mismo con la otra mano del candidato, de manera que, tanto la presidenta regional como el secretario de organización se quedaron en un segundo plano. La asesora dudó entonces fugazmente. La situación era insostenible. No podrían callar mucho más. Las sonrisas y los gestos ya no resultaban naturales. Así, que se colocó disimuladamente tras el cogote del candidato y con un gesto limpio, le rozó con la mano la espalda y empezó a susurrarle al oído el discurso. Palabra por palabra. Despacio y con tono claro. Marcando las pausas. El recién elegido presidente, igual que si le hubiesen accionado un resorte, se puso a repetir lo que le dictaban por detrás. Moduló la voz tal y como su asesora lo había hecho en los ensayos. A un roce en el hombro, respondía levantando un brazo. Miraba para un lado, sonreía para el otro, pedía calma con las dos manos extendidas cuando notaba los pulgares en sus omóplatos. Incluso pudo hacer la señal de la victoria con los dedos. En cuanto hubo terminado el dictado, la asesora se retiró. Los militantes, en la plaza, se deshicieron en una especie de orgasmo colectivo, sacudiendo las banderolas erectas y desparramando una explosión de colores del partido. El tesorero y la secretaria general se felicitaron de manera un tanto forzada, y con el himno de la formación sonando atronadoramente en la calle, saludaron a diestra y siniestra con el resto de la ejecutiva.
Cuando al cabo de un rato entraron de nuevo en la habitación, el candidato parecía recompuesto, más tranquilo. Le dio un beso a su esposa con un levísimo ímpetu surgido de la satisfacción que había comenzado a sentir. Acto seguido, se acercó a la secretaria general y, agarrándola por los hombros con una medio sonrisa, se despidió. Él era el candidato y ella había ganado las elecciones. Ahora le tocaba pensar qué puesto podía ofrecerle a ella tan alto como para quitársela del medio. Discretamente. Una muerte de éxito. O un escándalo ante las cámaras. Había llegado el momento. Por fin había pasado la maldita noche electoral.
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