El retrato

Cuando el dibujante Lyser recibió en su casa la invitación de la duquesa de H. para acudir al baile de San Silvestre que todos los años ofrecía en el Alster de Hamburgo, cogió su sombrero y el bastón y se dirigió a los almacenes donde solía comprar el papel y los carboncillos. Efectivamente, las habladurías eran ciertas. Por eso le habían invitado, pues su fama de retratista hacía años que estaba consolidada y ya solo quedaba él por enfrentarse a Paganini, que estaría también invitado para dar uno de sus conciertos sublimes. Nunca había escuchado al joven italiano pero su fama era tal que toda la ciudad estaba expectante. Por eso, compró dos pliegos del mejor papel, una bolsa de algodones y cera.

El genial músico pasaría aquella velada invitado también por la duquesa. Sin duda, se trataba de uno de los grandes acontecimientos del año en la ciudad. De gira por Alemania desde hacía seis meses, se rumoreaba que Paganini había hecho un pacto con el diablo, gracias al cual era capaz de expresar toda aquella fuerza creadora en sus composiciones y una belleza juvenil, arrebatadora, que parecía no extinguirse en su rostro. Varios pintores de reconocido prestigio habían contribuido a la leyenda, entre ellos Hans Winterfeld, retratista de músicos y pintores que pasó una temporada acompañándole. Con la maestría que le caracterizaba ensayó una serie de dibujos a carboncillo, en cuya línea segura y ágil se transformaba el gesto casual en momento decisivo y trascendente de la creación, como si la gracia del genio lo empapara todo con su luz distinta. Por eso, sus cuadros, muy del gusto de la época, habían sido expuestos en los salones más importantes de Europa. Tanto en conciertos como en fiestas de sociedad, cenas o almuerzos, el pintor había registrado en sus bocetos y apuntes cientos de muecas y expresiones de Paganini que, luego, pulió y reconstruyó de la manera más fiel posible. Sin embargo, cuando presentó sus trabajos la sorpresa del público fue general y los críticos que ya conocían al músico denunciaron la falta de adecuación al modelo, pues los dibujos representaban en general una figura que poco tenía que ver con la del joven genio: o lo idealizaban en exceso o, por el contrario, surgían del conjunto unas facciones grotescas, un tanto horripilantes que agitaban e intranquilizaban el espíritu, tal vez en consonancia con el efecto que algunos atribuían a las interpretaciones del músico. Y es esta asociación entre música y pintura fallida, no su posible falta de maestría, lo que, para suerte del pintor, se transmitió en las habladurías de la gente, reforzando la idea del pacto con el diablo, ya que de otro modo no se explicaba la imposibilidad de retratar esa belleza. Solo se hablaba de un filtro oscuro, un encantamiento al cual nadie que asistiera a un concierto suyo podía sustraerse, como un furor que colmaba de éxito a este joven convertido ya en una especie de ídolo de jovencitas. 

La sombra diabólica de Niccolò Paganini.

Así que cuando el viejo Lyser llegó aquella noche al baile de la duquesa de H., ataviado con sus bártulos y dispuesto a retratar a Paganini, todos los invitados le observaron detenidamente, curiosos como si se tratara de un condenado dirigiéndose al patíbulo, pretendiendo percibir, algunos, en su manera de caminar ligeramente inclinada o en su mirada perdida, un detalle, un movimiento que confirmara las esperanzas de poder ver realmente dibujado al joven músico, liberados de cualquier influjo. Sin embargo, la mayoría, recelosos y embriagados, deseaban en el fondo de sus miradas el fracaso definitivo de cualquier retratista que pudiera destapar la apariencia de la deliciosa imagen que conservaban, dulcemente engañados. Lyser, a diferencia de su colega, no quiso tener con su modelo más que el trato justo, un saludo de cortesía, alguna palabra educada, pero nada más. No quería dejarse distraer por nada, solo le observaba en silencio y algo distante de todo el mundo. Entonces, comenzó el concierto y sacó el papel y el carboncillo. 

El público hipnotizado miraba los arpegios casi imposibles y rapidísimos que el joven ejecutaba con el violín y se dejaba vendar los ojos con placer para no ver más la bestia que tenía delante. Cada zarpazo del arco hacía trizas sus vestiduras. Los cuerpos se iban soltando de las sillas, como si huyeran hacia otra sala con otra resonancia, en la que se aflojara la carne y los gestos fueran ya solo contorsiones, espasmos estrangulados por la música que, compulsiva y arrebatadora, serpenteaba por la sala, subía y bajaba por los cuerpos de los asistentes, los seducía, penetraba punzante en cada pensamiento desprendiendo un hedor a flor pesada que los cubría de imágenes fantásticas y, contra un tiempo más allá de la duración de cada pieza, los vaciaba un poco más en cada nuevo aplauso, convertidos ya en fervorosos devotos del artista genio.

De este modo pasó la noche y nadie volvió a preocuparse por el pintor, que recogió sus dibujos y entre los últimos sonámbulos, con gesto inadvertido, se deslizó hasta la puerta, se despidió y subió al coche que le tenían preparado. Solo en ese instante la duquesa se dio cuenta de que no había visto los dibujos de Lyser. Se disculpó por su olvido y algo turbada confesó la voluptuosidad que le había dominado durante toda la noche. A pesar de ello, el frío de aquel momento le hacía bien y deseaba ver los retratos, aunque fuera un instante, pues le parecía una completa falta de consideración dejar marchar a uno de sus invitados, venido para realizar un encargo suyo, sin mostrar ni un poco de interés cortés en un trabajo que le había empeñado tantas horas. Lyser aceptó. Empezó a sacarlos uno a uno. Se trataba de apuntes, esquicios de gestos, de movimientos y, sobre todo, de su rostro, de aquel maravilloso rostro que había conseguido recomponer con apenas cuatro líneas. La sorpresa y la alegría de la dama afloraron en una repentina carcajada mientras iba pasando los dibujos. Ni demasiado toscas ni idealizadas, las facciones eran un reflejo fiel de lo que había pasado aquella noche: había hecho el retrato perfecto, una aproximación real y desnuda. Entonces, la duquesa enrojeció y agachó la cabeza, algo mareada por la vergüenza. Le ardían la frente y las mejillas y levantó ligeramente los papeles como queriéndose cubrir con ellos. No es que ella apareciera entre los dibujos, sino que sus trazos le hacían recordar vivamente cada segundo de lo acaecido en sus salones. Tener ante sí la verdadera cara de Paganini le turbaba, se sentía interrogada como delante de un juez, sin palabra ni defensa. Tímidamente felicitó a Lyser y le auguró un éxito inmediato, le devolvió los papeles y corrió a refugiarse en la casa.

Sin duda, el viejo había pasado una de las veladas más extrañas e intensas de su vida y, por momentos había tenido la tentación de abandonarse al resto de asistentes, dejando a un lado su trabajo, seducido por el placer de las figuras al ritmo de la música y las miradas. Pero había resistido y sintió, a la luz de la reacción de la duquesa, que su victoria sobre el músico sería indiscutible. El coche arrancó. Terminó de guardar los dibujos en su carpeta y solo entonces retiró el algodón y los tapones de cera de sus orejas. Volvía a oír nítidamente.

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