Los huecos tras las fachadas de edificios caídos son los hitos de un paseo en proceso que conlleva una búsqueda de finalidad que nos conduce una y otra vez al propio paseo, a la duda generada por ese estar expuesto a la posibilidad inminente de los solares en obras, entre lo sido y lo que será.
Los huecos contienen la relación habida entre el olvido, la memoria y nosotros. El olvido es una manera de ausentarse porque no es solamente el abandono en la inexistencia de algo que antes nos era presente, sino que nosotros mismos, al despegarnos de ese algo, nos ausentamos de su presencia. Ahí surge un hueco: un ámbito de presencia ausente que contiene algo a nosotros desaparecido, que permanece ahí y a lo que somos ajenos. El olvido es siempre mayor que la memoria pero la necesita para hacerse visible. Y la memoria se define contra el olvido pues delimita el cerco de lo ausente y lo hace presente. Así que cuando ella habla nos muestra no solo su territorio sino también el de la inmensidad oscura que la rodea y las áreas en las que se conforman mutuamente. Nosotros, bisagra entre ambos mundos, debemos olvidar primero para recordar después, es decir, ausentarnos para presentarnos. Y las palabras nacen de ese hueco. Por eso, están cargadas de una cierta nostalgia, o sea de un retorno hacia su propio hacerse. Nosotros vamos sabiendo de esto con cada desfase entre lo recordado y lo olvidado, intentamos recuperar esa diferencia a través de una palabra que aparece, sin embargo, ya formada inexorablemente, que nos impone sus connotaciones y a la que debemos, por eso, tantear, siendo todo ello una extraña especie de constatación, testimonio del hueco. Por eso, igual que la palabra se adentra en el ámbito del olvido para aclararlo nosotros entramos en los huecos.
Estos huecos son la prueba irrefutable de la descualificación que han sufrido las ciudades y nosotros mismos. Los espacios y edificios no están pensados para perdurar sino para ser reutilizables, según la lógica económica del uso a corto plazo y de lo efímero. La ciudad ha perdido las cualidades que la convertían en lugar de encuentro de identidades, de relaciones y de historia. Ya no es lugar. Es recreada como espacio neutro de paso cuyos elementos son continuamente intercambiados y modificados. De este modo, estos huecos afectan al patrimonio histórico antiguo pues los edificios a los que representan poseían una profunda personalidad, lo cual es totalmente inasimilable por ese paradigma de lo reutilizable. Difícilmente algo que haya sido lugar de encuentro de esos tres puntos básicos que definen una cultura podrá ser reciclado. Y ante los enormes costes que supondría tal operación, la ciudad opta por derruirlos y construir de nuevo, de manera que solo aquello que desde su génesis ha sido pensado como algo sin cualidades puede ser reciclado.las personas son concebidas como pasajeros, turistas en su propia ciudad
las personas son concebidas como pasajeros, turistas en su propia ciudad
Por eso, la transformación de la ciudad es continua, pues el reciclaje es la única posibilidad de seguir generando basura, es decir, riqueza, sin tener que enterrarla o destruirla. Ahora vivimos en ella, nos parece bella, a pesar de que este urbanismo excretor sea intencionadamente neutral y conciba el espacio como zona de paso, no de vivencia. Y como todo se piensa según este nuevo paradigma, esas áreas dejan de ser concebidas como basura y se convierten en lugares, pero desolados. Por el contrario, esos edificios históricos que no cumplen la descualificación exigida por la nueva situación se convierten en basura pues no se sabe qué hacer con ellos. Con suerte, si no acaban bajo la pala de la excavadoras, se convertirán en oficinas o en cualquier otra zona de paso. Y así, los centros históricos de las ciudades se vacían o se convierten en escaparates y las personas son concebidas como pasajeros, turistas en su propia ciudad.
Los huecos son el signo claro de nuestra alienación urbana: no participamos ya en el tejido de la ciudad más que como meros espectadores-consumidores, cuyas únicas responsabilidades son comprar, devorar y gastar para perpetuar esta relación alienada con el lugar, que nos mantiene, a su vez, en el sillón del espectador, desprendiéndonos, así, de toda responsabilidad con el entorno. Por eso, los huecos son zonas abandonadas, decrépitas. Sólo en la medida en que puedan ser consumibles serán significativos para el tejido social.
Hacer consumible algo es insertarnos en un bucle consistente en alienar un objeto de su génesis y su productor, al mismo tiempo que el receptor de ese objeto se convierte en sujeto pasivo. Hacerlo suficientemente neutro como para despertar fácilmente un deseo de posesión que nunca será realmente satisfecho, pues al estar ese objeto descualificado solo encontramos en él vacío.

Si las personas participan de estos huecos, su ocupación podrá dar relevancia y significado a esa alienación que se esconde tras las fachadas, mostrando la falta de espacios humanos (vivibles) en la ciudad fuera del alcance de la lógica financiera y consumista. Al dar la posibilidad de construir la ciudad propia se otorga la responsabilidad de esos lugares a las personas, rompiéndose aquel bucle.
Las fachadas se conservan para construir algo más funcional detrás, es decir, para quitar del edificio la propia historia que lo conforma a través de una operación mimética que subvierte la relación copia-original. El nuevo edificio (con fachada antigua protegida o nueva reproduciendo la antigua) intenta ser más real que el original, como si la realidad viniera determinada por la adecuación de los objetos a la imagen que se tiene de ellos. Se crea así un estilo ficticio, superficialmente histórico que consiste en recrear lo antiguo según la imagen que se tenga de la ciudad desde fuera, como una especie de bálsamo de seguridad para el turista intranquilo, que necesita encontrar lo que iba buscando para ver satisfechas sus expectativas.
Por otra parte, la fachada de un hueco aporta presencia y su vacío, ausencia. Es una ausencia presente. La fachada y el hueco son la huella de la ciudad que desaparece y permanece, el lugar por el que se esfuma y reaparece, pues las piedras no son lo único que conforma el lugar sino también la historia y las relaciones de quienes le dieron aliento. Este carácter paradójico acerca el hueco a los monumentos o estelas funerarias, deberían ser una invitación a que la persona se detenga y piense, algo desde donde repensar la definición nueva de pasajero que se nos impone día a día en los espacios urbanos.
una invitación a que la persona se detenga y piense, algo desde donde repensar la definición nueva de pasajero que se nos impone día a día en los espacios urbanos
La reflexión sobre esta historia nace precisamente de esa ausencia, de la orfandad del hueco que nos llega a través del tiempo, es decir, de su falta de voz presente, y de nuestra necesidad de comprenderlo, de darle un lugar dentro de nosotros en función de su paradójica situación. Por eso, la interpretación se basa en las huellas que nos aporta, que son los hitos del discurrir de un logos semejante ya desaparecido, el de sus habitantes, constructores: es un leernos a nosotros mismos en la escritura del otro. Por eso, esta reinterpretación no es un reciclaje, pues no buscamos un nuevo sentido a algo ya dado, sino que es un encuentro con nosotros mismos a través de lo otro.
Así, el hueco como ruina nos habla de su pasado, de una cosmogonía de sus habitantes que nosotros, contemporáneos del hueco, no podemos percibir por completo porque ya está desaparecida: se fue. Esto es lo que intentamos interpretar, aunque de manera incompleta y, a veces, interesada. Sin embargo es en esta distancia entre una percepción pasada y extinguida y otra actual e incompleta donde encontramos un inmenso placer, pues aporta muchas posibilidades a nuestra imaginación en la búsqueda de sentido. Por un lado, nos ayuda a recuperar un cierto sentimiento del tiempo, fundamental para recuperar la dimensión histórica perdida en medio de este presente perpetuo al que nos vemos abocados según se achica el espacio con la mundialización y se hace instantánea la comunicación global. Por otro lado, el hueco se resiste al reduccionismo del pensamiento institucionalizado y, en este sentido, se acerca a la obra de arte pues al situarse entre lo sido y lo porvenir nos obliga a interrogarnos continuamente sobre él mismo y sobre nuestra manera de ver y pensar.
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