Londres era la taiga (XVI)

Cuentos del Café Maravillas –

Creo que fue nada más entrar en la universidad cuando viví la gran fiesta. Aunque como todo, no sucedió de la noche a la mañana. En aquella época los bares no eran para bailar. O muy poco. Hacíamos aspavientos, nos empujábamos. Eso que se llamó «pogos» en la música grunge. Pero solo en los conciertos. Y si no, el bakalao, oscuro y alienante. Aunque para esto teníamos que irnos a los polígonos de las afueras. Lo que abundaba, sin embargo, eran los pequeños locales donde no se oía nada. Mal insonorizados y con equipos rudimentarios, hablábamos a gritos porque tampoco se apreciaba la música. Lo bueno era que, conociendo al dueño o a los camareros (y a menudo eran el mismo), podíamos poner nuestros propios temas a partir de ciertas horas. Una manera excelente de enseñarnos las novedades entre amigos. Aunque aun así, bailar de verdad, se bailaba muy poco.

Un día por la tarde estudiando en la biblioteca, una compañera de clase apareció con uno de esos objetos que marcaron época, escaso y preciado como todos los símbolos: un cedé portátil. Se sentó cerca de mí, colocó sus apuntes sobre la mesa, abrió un estuche y sacó el reproductor. Le enchufó unos auriculares y metió un disco plateado.

Acostumbrado como estaba yo a los vinilos con sus surcos negros y sus dos caras, o a las casetes, con su cinta magnética, aquel gesto de la chica me pareció de otro mundo. No solo se trataba de un cambio de formato, sino también de concepto. Los vinilos tenían una duración determinada por su diámetro, cuarenta y cinco minutos máximo, con una pausa obligatoria entre un lado y otro. De hecho, en las carátulas ni siquiera aparecía el minutaje de las canciones. Se trataba de algo irrelevante. Lo único importante era la división entre las dos caras, la A y la B. La primera presentaba los grandes éxitos, mientras que la segunda estaba reservada para los temas menos comerciales, algo que llegó a generar su propio submercado. Había auténticos fanáticos de las caras B. Pero el nuevo formato digital terminó con todo eso. Si antes los momentos musicales implicaban una cierta atención (sentarse a poner un disco en casa, percibir la pausa y darle la vuelta), ahora se alargaban hasta lo inimaginable. Escuchar setenta minutos de música sin interrupción fue como asomarse a la eternidad. Dejamos de sentir el surco del tiempo, el silencio entre una cara y la otra. El polvo acumulado en el vinilo y los chisporroteos que generaba la electricidad estática ya no aportaban un sabor único al acto de escuchar. Incluso, los grupos empezaron a componer sus álbumes de manera diferente. Ahora la música podía convertirse en el bajo continuo de nuestra personalidad, interpretar su papel de banda sonora de nuestra existencia, lo cual, sin duda, supuso el primer paso hacia esa especie de hilo musical infinito que permite hoy en día la reproducción a través de internet.

–¿Qué escuchas? –le pregunté. 

–Portishead. 

Me ofreció los auriculares. Unos acordes de guitarra comenzaron a sonar. Un bajo sacado de otra época. La languidez sensual de la cantante filtrada por efectos radiofónicos, oscuros y melancólicos. Ordenadores y sintetizadores aportaban el toque final con fragmentos de otras piezas musicales, de otros autores, que no solo acompañaban la canción, sino que se convertían, repetidos una y otra vez, en una melodía de fondo («sampleados» los llamaban), igual que modificamos un recuerdo con los vaivenes de nuestra experiencia presente. No sé si la chica se percató de mi gesto, ya que probablemente, tal y como era yo en aquella época, me haría el guay, mantendría la calma y no diría gran cosa. Pero recuerdo que me sobrecogió. Aquella música ilustraba una actitud, unas expectativas frente a un mundo que no contaba con nosotros más que para colocarnos en su engranaje y gastarnos hasta hacernos inservibles. Una mezcla de huida y paraíso recobrado. Bailar como defensa contra la fealdad y la alienación. Poniendo por encima de todo lo único que poseíamos: nuestro disfrute. 

–Mi hermano vive en Londres –dijo.

–¿Y allí se lleva esto?

Sonrió.

–Londres no es la taiga, ¿sabes?

Se llamaba Luz y aquella era su expresión preferida. La usaba para todo. Nos enrollamos tres o cuatro meses. Tal vez algo más. Hasta que terminó el curso. Yo siempre le pedía que me pusiera música de la que le pasaba su hermano. Nos saltábamos las clases y nos íbamos corriendo a su casa, como dos desesperados. Sus compañeros nunca estaban a esas horas. Entrábamos en su cuarto, me ponía algún cedé a todo volumen y nos entregábamos el uno al otro, tocándonos curiosos, a veces sin follar siquiera, solo mirándonos extasiados entre un beso y una caricia dejando sonar los discos enteros. Otras veces nos refugiábamos en algún bar y sacaba el reproductor portátil, le enchufaba una doble clavija para auriculares que había comprado y nos conectábamos el uno al otro, sin hablar, escuchando una canción tras otra. Massive Attack, Tricky, Dj Shadow, Red Snapper, Rockers HiFi, Nightmares on Wax, Unkle todos ellos fueron componiendo la partitura de nuestros encuentros furtivos. Casi nunca quedábamos los fines de semana. Eso era para parejas. Lo nuestro estaba por encima, nos decíamos, y nos encantaba que fuese solo de lunes a viernes y en horario de clase. Yo le contaba mis teorías. Le explicaba que todo aquel movimiento cultural iba más allá de un nuevo estilo y que, en el fondo, expresaba el total desacuerdo de una generación entera con la política mundial. También hablábamos de montar fiestas, de bailar sin más, de pasar un fin de semana entero escuchando música sin parar, como una especie de protesta.

Café cantante, Sevilla (1885). Emilio Beauchy, Biblioteca Nacional de España.

Y así lo hicimos. Aquel curso el piso de Luz se convirtió en nuestra particular «Haçienda». Comenzamos a organizar «parties», como decíamos. Daba igual que fuese un martes, un jueves o un sábado. Siempre invitábamos a varios amigos a pinchar. En el fondo del salón, delante de la ventana, colocábamos sobre dos caballetes una puerta rescatada de un contenedor. Esa era la cabina de los «deejays». Ponían encima los platos y la mesa de mezclas. Colgábamos por todas partes lucecitas de navidad y velas. La música salía a toda potencia y nos poníamos a bailar. En serio. Seis o siete horas sin apenas pausa. Lo dábamos todo. Nos entregábamos por completo al ritmo. Los compañeros de Luz llenaban la bañera con hielos y metían las cervezas que cada uno llevaba. El edificio estaba medio vacío y los vecinos, colegas de la facultad, se unían sin reparos. Montamos cuatro o cinco de aquellas y rápidamente la voz se fue corriendo. Hasta que una noche, en plena explosión de baile, tocaron el timbre del portal. 

–¡La policía! 

–¡Todos a esconderse! 

Corrimos en estampida. Algunos se metieron en la bañera. Otros, debajo de la cama y en los armarios. Solo tres o cuatro permanecimos en el salón, simulando una reunión tranquila. Luz y una compañera abrieron la puerta. 

–Buenas noches, señores agentes.

Dos tipos altos y fornidos, con los guantes enfundados y chalecos antibalas nos miraron con cara de reprobación.

–Hemos recibido una llamada por el ruido.

–Estamos cenando con unos amigos –a Luz se le daba bien mentir–. Igual se nos ha ido un poco el tono.

Pero el poli la cortó en seco.

–Se oye el estruendo desde la calle.

Las chicas se quedaron pálidas. Los policías amenazaron con requisar el equipo y ponernos una multa. Sin embargo, tras varios perdones y unos cuantos losientos, accedieron a marcharse. La única condición fue que esperarían en la calle a que desalojáramos el piso. Jamás olvidaré la cara descompuesta de los agentes al ver que primero salían seis, luego otros siete, después siete más, y así hasta cuarenta o cincuenta que debíamos de estar aquella noche. Terminamos cortando la calle. Queríamos seguir la juerga en algún bar. Fumábamos y charlábamos mientras bajaba todo el mundo. Éramos tantos que resultaba inevitable sentirse intocable. Los polis pasaron de una indisimulada sonrisilla de satisfacción a un gesto de enfado considerable. 

–La próxima vais a saber lo que es una fiesta de verdad –dijo uno colocando la mano en la porra.

El día después de aquella «party» memorable, por la tarde, entre una clase y otra, estábamos en la biblioteca y Luz sacó unos papeles. No tuve que preguntar nada. Los puso encima de mis apuntes. Eran para una beca Erasmus. Iba a pedir Inglaterra. Quería probar un año y, quién sabe, si la cosa salía bien, tal vez podría terminar allí. Quería aprender bien inglés e ir haciendo currículum para después. Me quedé frío. No supe qué decir. Repentinamente se había puesto seria, pensando que su futuro era lo más importante. Y a mí me dio por considerarla un gran amor.

–No estamos para desperdiciar oportunidades –dijo.

–¿Y lo nuestro? 

Con total despreocupación, soltó:

–Me voy a Londres, no a la taiga. 

Sentí sus palabras como un bofetón. Entonces no había vuelos baratos y para un estudiante como yo, claro que Londres quedaba cerca de la taiga.

Las pocas semanas que quedaban para terminar el curso, mantuvimos el tipo como pudimos, aunque a mí se me habían quitado las ganas de bailar. Digamos que la noche de la gran fiesta fue nuestra despedida y, a pesar de que oficialmente nunca terminamos nuestra relación, en el instante en que ella cogió el avión los dos supimos que los restos de nuestro amor se quedaban en tierra. 

Durante el curso siguiente, hablamos un par de ocasiones por teléfono, nos escribimos cada vez con menor frecuencia. Poco a poco, como se calman las olas de manera imperceptible mientras baja la marea, un día se hizo el silencio. 

No recuerdo exactamente qué terminó haciendo. Me parece que se quedó unos años en Londres y luego volvió. El caso es que ya no supe nada más de Luz. Es una relación de esas que rememoras cada cierto tiempo, más por la nostalgia de la juventud que por echarla de menos. Aún conservo los cedés que me regaló. Los sigo escuchando en el bar y algunos han envejecido bien. Pero, sobre todo, guardo la idea de que en una buena fiesta hay que entregarse y bailar.  

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