Caffè sospeso (VI)

Cuentos del Café Maravillas –

Mucha gente decía que servíamos uno de los mejores cafés de la zona. Y es verdad que no comprábamos un grano cualquiera. Pero tampoco íbamos en plan gourmet. Sobre todo, porque no teníamos ni idea de cuál era la diferencia entre nuestra máquina y cualquier otra. Aquella gigantesca cafetera que ocupaba el centro de la barra simplemente ya estaba allí cuando alquilamos el local. De hecho, tuvo que venir Luis, un amigo camarero, a enseñarnos cómo funcionaba. Él fue quien nos advirtió que teníamos un maquinón. 

–Tenéis el halcón milenario de las cafeteras, chavales –nos dijo exhibiendo su friquismo por la Guerra de las Galaxias–, una Spaziale, joder. 

La verdad era que hacía honor a su nombre, con el frente lleno de lucecitas rojas que se encendían progresando hacia la derecha cuando la cargábamos cada mañana, o que parpadeaban de manera alarmante cuando algo no marchaba bien. 

Bar automático, Nueva York. Entorno a 1950.

La Spaziale S2 era una máquina de finales de los noventa, toda metalizada con los remates en negro y dos grupos, lo cual te permitía poner hasta cuatro cafés de una vez. También contaba con un grifo de agua caliente para infusiones en el centro, y dos vaporizadores a presión en ambos extremos con los que se podía hacer una espuma digna del mejor capuchino italiano. Jamás le ajustamos la presión o le hicimos algo que no fuese simplemente encenderla o apagarla. Incluso muchos meses después de abrir el bar, no teníamos ni idea del mantenimiento más básico, hasta que un día apareció de nuevo Luis y nos explicó cómo se limpiaba exactamente. 

–Sois unos pardillos –nos espetó. 

Comenzó a accionar los mandos y a tocar botones de manera que, según nos relató, se limpiaría el circuito interior. Me eché las manos a la cabeza. 

–¿Y si era este el secreto del bar? –me apresuré a decir.

Pero ya era demasiado tarde. Luis había hecho lo que debía y solo quedaba dejar reposar la máquina unas horas.

Al día siguiente, me levanté nervioso. Cuando llegué al bar, encendí la cafetera como todas las mañanas. Las lucecitas se volvieron locas. Brincaban de un lado a otro. La aguja del manómetro comenzó a subir y las tripas del aparato echaron unos bufidos mecánicos. Así durante media hora, hasta que al final, ya calmada la bicha, coloqué el porta individual con su dosis de café y apreté el botón de expreso. Por fin, una renovada cremosidad empezó a brotar lentamente hasta alcanzar los dos dedos de altura en un vaso de cristal pequeño. Calenté la leche ligeramente, sacando toda la espuma que pude, la vertí despacio, bamboleando la jarra, y comprobé que, como de costumbre, en la mitad inferior reposaba la mezcla de lo que podríamos denominar un cortado, de un tono medio oscuro, casi achocolatado, mientras que arriba se sostenía una capa de unos tres dedos de espuma bien compacta y pálida, con sus vetas marrones de café y un ligero copete sobresaliendo por el borde del vaso. Lo coloqué en un platillo, le puse la cucharilla al lado, añadí una galleta y se lo ofrecí a Luis, que no quiso perderse aquella primera degustación ni eximirse de su responsabilidad en el posible fracaso. Él, parsimonioso a sabiendas de que yo esperaba una respuesta, tardó en darle un sorbo, después de lo cual me miró, hizo una pausa como para darse importancia y me dijo: 

–El puto halcón milenario, pero con el toque de Lando Calrissian. 

–¡No jodas! –solté una carcajada. 

Aliviado, mientras me ponía otro café para mí, me acordé de cómo Lando vende a su amigo Han Solo, y aparece Darth Vader cuando menos te lo esperas. Me vino el mismo desamparo y la misma rabia que me entraban de pequeño cuando veía esa escena en la que los sueños de libertad y progreso de los rebeldes se frustran con la aparición del gran padre castrador. Y me imaginé que la única forma de evitar eso con nuestro bar era instaurar una costumbre italiana que había conocido en Nápoles, tan filantrópica como chovinista, teniendo en cuenta lo que significa el café para ellos. Se trata de dejar un expreso pagado para un cliente que lo necesite, un caffè sospeso, le expliqué a Luis, un café pendiente que cualquiera puede pedir al camarero y, si lo hay, se lo pone. 

Luis me miró con cara de no entender.

–Yo lo flipo –dijo–, estáis siempre maquinando cosas para perder dinero.

Me di cuenta de que tenía razón. Así no llegaríamos muy lejos en la hostelería.

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