Relato en el décimo aniversario –
El otro día me quedé pasmado. Les pregunté a mis alumnos de 4º de periodismo qué acontecimientos sociales se produjeron en 2011. Permanecieron callados. Hechos que podríamos considerar históricos en los países árabes y también en España, les pregunté. Silencio. ¿«Primavera Árabe»? No les dijo nada. ¿Y el 15-M?
El 15-M les sonaba de haberlo oído por ahí. Sabían que debía de ser algo importante relacionado con Podemos –tal y como me dijeron–, pero no tenían ni idea de qué había sucedido realmente. Nos miramos mutuamente con sentimientos encontrados: ellos pusieron su cara típica de llevarse la enésima decepción –a veces, pienso que se sienten con un peso enorme por todo aquello que deberían saber e ignoran– y yo, con gesto de sorpresa, hice un barrido sopesando qué hacer. Al final, decidí improvisar toda mi clase y contarles por qué el 15 de mayo de 2011, pese a que creamos lo contrario, modificó el rumbo de la política actual.
Seguramente, la primera reacción de muchos al leer esto sea la misma que tuve yo: ¡dios, mío, nos vamos a la mierda! Si chavales de 21 años que estudian periodismo, desconocen nuestra historia más reciente, los malos ya han ganado. Entonces, uno de los que se sienta en primera fila, alzó la voz y me dijo: yo estaba a punto de cumplir los once. Claro, me dije, ahí está: eran muy pequeños. Pero esto, lejos de tranquilizarme, me preocupó más aún.

Hace unos años, cuando estábamos preparando la campaña de las elecciones autonómicas de 2015, en una comida a la que asistí con Íñigo Errejón –del cual tenía que hacer de telonero–, recuerdo que estuvimos hablando de lo importante que era contar nuestra historia con nuestras palabras. Era un momento en el que constantemente decíamos aquello de «si tú no haces política, otros la harán por ti». Errejón insistía continuamente en que nos tomáramos nuestro tiempo para escribir y crear nuestros relatos.
Aunque en ese momento ya me daba cuenta de la importancia de aquellas palabras, no ha sido hasta hace relativamente poco cuando he sentido de verdad, casi corporalmente, la necesidad de narrar un momento de cuyo protagonismo histórico soy cada vez más consciente. Si tú no cuentas tu historia –podríamos parafrasear–, otro la va a escribir por ti. O nadie.
Durante el 15-M escribí algunos artículos que compartía en un proyecto de revista, Extra, que puse en marcha con mi amiga Almudena. La publicación venía de finales de 2009 cuando constatamos esa misma sensación de Errejón a propósito de la crisis financiera. Hicimos algunos reportajes sobre cómo estaba Valladolid en aquellos momentos, hablamos del entonces incipiente éxodo de jóvenes, del negocio que suponía desahuciar para un banco, del callejón sin salida del bipartidismo y de la carencia de una infraestructura cultural que permitiese desarrollar la creatividad más allá del permiso municipal y de la subvención. Fundamos un colectivo que nos sirvió de laboratorio para poner en práctica algunas ideas de autogestión. Abrimos un espacio cultural y de ocio, el Beluga (nacido un mes antes del 15-M), que a la postre nos protegió del auténtico vendaval económico desatado por los recortes en 2012, e intentamos hacer de altavoz de todo tipo de iniciativas artísticas, políticas, sociales y culinarias. El bar se convirtió en la sede oficiosa de las plataformas, donde tenían incluso un local para las pancartas y materiales varios.
Recuerdo que un día alguien puso un cartel, uno más entre las decenas que se ponían en la pared del bar. Era un folio fotocopiado, donde ponía «Toma la calle». Todos nos preguntamos quién estaría detrás. No había ni siglas ni convocantes. Pero decidimos cerrar el bar y acudir a la manifestación. Lo maravilloso fue que al llegar a la plaza nos encontramos con miles de personas, amigos que jamás habíamos visto protestar, conocidos y antiguos profes que nos miraban sonrientes. Gente que sabíamos que no era de izquierdas o que eran de los «apolíticos», término que para mí siempre ha designado a aquellos cuyas filiaciones familiares ideológicas chocaban con sus inconfesables afiliaciones electorales. El caso es que nos sentimos en el acto reconocidos, en una especie de comunión con el universo. Y como si se tratara de un agujero negro que absorbe la luz alrededor, todas las quejas, todas las carencias, todos nuestros sueños, el 15-M los convirtió en política. Gritábamos «Psoe, PP: la misma mierda es», «no hay pan para tanto chorizo», «violencia es no llegar a fin de mes», «no nos representan». Y el favorito de todos, el lema con el que nos regodeábamos y que hacía retumbar las calles con más fuerza, porque encerraba el tesoro que habíamos descubierto: «lo llaman democracia y no lo es».
Ese había sido nuestro gran hallazgo. Poner a la luz el engaño. Formalmente, desde 1978 teníamos un régimen democrático. Pero en la práctica, no era así. Los bancos nos robaban, nuestras vidas eran productos de un chino, los medios no nos daban voz, políticos y empresarios taponaban el relevo generacional. El turnismo entre los dos partidos nacionales no evitaba que la inmensa mayoría de las personas fuera arrastrada por la crisis financiera. Nuestro país era una farsa. «Lo llaman democracia y no lo es». Una frase que recogió el sentido común de España entera. Coreable, saltable y bailable. Fue algo que rompió con el tablero de juego izquierda-derecha. Era real la transversalidad de la protesta. Yo no recuerdo más conversaciones en mi vida, a la puerta del bar, con personas que hoy tacharíamos de fachas sin ninguna duda, en las que estábamos totalmente de acuerdo con una base cívica, de un cierto republicanismo etimológico. Algo que hoy parece inconcebible. Incluso, algún amor surgió de ahí.
Esto era Valladolid, una ciudad de provincias: un hervidero cultural, político y asociativo. No en vano, la acampada en nuestra Fuente Dorada fue una de las que más aguantó en el tiempo y desde ahí se organizó alguna de las manifestaciones más multitudinarias que se recuerdan. Mareas por la educación y la sanidad, grupos antidesahucios o en favor de pensiones dignas surgieron al calor de aquello. Aunque también tuvimos nuestros más y nuestros menos, como en todas partes. Comenzamos siendo reformistas, como explicó un día Carlos Taibo, asumiendo ocho puntos básicos de regeneración y participación democráticas, y terminamos siendo movimientistas, aguantando hasta el final aquellos que ya venían de colectivos sociales o de distintos partidos. La diferencia de planteamientos a la hora de organizar, movilizar y actuar se fue haciendo más grande cada vez entre unos y otros.
Seguro que muchos piensan que no fue para tanto y otros, que fue demasiado para lo poco que hemos cambiado. Es verdad. Las grandes cuestiones siguen aún vigentes. Sin embargo, pese al repliegue actual y al aparente regreso de los bloques ideológicos, se puso entonces, por primera vez desde la Transición, la posibilidad de otra España, menos cainita y ensimismada con banderas excluyentes, más basada en la pertenencia a un pueblo que se cuida y se reconoce. Una España donde una parte no intenta meterle a la otra la bandera de todos en el ojo, donde te puedas sentir español sin tener que exhibirlo desde la pulsera hasta los calzoncillos, ni renunciar al republicanismo cívico de nuestra mejor tradición democrática.
Un día, se planteó la posibilidad de salir todos con banderas españolas. En Grecia, en Francia, en Túnez, en todas partes la gente salía con un símbolo que aunaba a los de abajo frente a la voracidad depredadora de los de arriba. Queríamos ser un pueblo unido. Hubo una cierta división. Algunos queríamos hacerlo, otros se mostraron reticentes. La bandera es de los fachas, Franco y todo eso que ya sabemos, dijeron. Al final, nadie se atrevió. Lo cuento así porque era una cuestión de audacia. Para mí, hacernos con la bandera suponía recuperar un espacio simbólico que la izquierda hace mucho regaló a la derecha. Resignificar el símbolo era una manera de dejar de vernos como vencidos. La posibilidad estaba ahí. Al poco tiempo, conforme se vaciaban las plazas, las pancartas de cartón dejaron paso a las banderas rojas y republicanas.
No sé si a mis alumnos este relato les habrá servido de algo. Supongo que ellos tendrán que hacer su propia lectura del momento que vivimos y del papel que van a empezar a jugar en breve, igual que la hice yo. Tal vez, se conformen con lo que les venga dado, como sucede a menudo. Pero igual les da por mirarse los unos a los otros de manera distinta a como hemos acabado haciéndolo los demás. Ojalá exista aún la posibilidad de sentir aquella comunión universal que nos embargó esas semanas, al ver que todos estábamos en el mismo barco. Solo por esto, aunque parezca poco, merecería la pena ahondar en ese espacio comunitario que abrieron las plazas hace diez años. Solo por eso, es preciso contar, contar y contar nuestra historia, que nadie la cuente por nosotros. Es la única manera posible de ponernos en el lugar del otro, de reconectar con el pasado. Y así, seguir insistiendo en esa patria cívica donde cabemos todos.
*Aquí puedes ver la galería de fotos del 15M de Almudena Zapatero.
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