Documentar la realidad

Un artículo –

Cuando en 2019 se exhumaron los restos del dictador Francisco Franco de la cripta de Cualgamuros, todos pudimos ver la imagen de la ministra de justicia presenciando el proceso. Seguramente fue entonces cuando la mayoría de nosotros supimos de una de sus funciones esenciales, la de «notario mayor del reino», algo que muchos no entendieron, algunos criticaron y para casi todos pasó desapercibido. 

Podríamos decir, aun a riesgo de ser inexactos, que dicha labor consistía básicamente en dar testimonio de lo ocurrido allí, dar estatuto de verdad a la exhumación y, por así decir, colocar un sello de autenticidad en todas las imágenes, narraciones y textos que estaba produciendo ese acontecimiento. «Esto es lo que ha sucedido, conforme a lo establecido, y es verdad», venía a decir la figura impertérrita de la ministra mientras sacaban el féretro de la cripta. 

Y esto, que para la mayoría no mereció más que un comentario airado a favor o en contra de su presencia allí, tiene por el contrario una importancia suma, en un momento en el que las redes digitales y sociales han acabado con el control exclusivo y la univocidad de la comunicación, al tiempo que han hecho implosionar definitivamente el mismo concepto de documento. Cualquiera con un móvil o con un simple programa de montaje de vídeo puede convertirse en historiador del presente.

Con una foto o una imagen de televisión habría bastado para certificar la exhumación, decían algunos. La presencia de un ministro era una concesión a la familia del dictador, decían otros. Sin embargo, el documento hoy ya no es solo ese texto del pasado o aquella foto de un instante, sino que también son los millones de microdatos que portan nuestras comunicaciones diarias en internet, por ejemplo, y un determinado envase alimentario que modificó las rutinas de una sociedad, un correo electrónico, que funciona como garante de la verdad revelada en la exclusiva periodística, la silueta de un personaje de ficción devenido en icono cultural o, incluso, los cientos de miles de millones de selfies que subimos a la red cada hora, como autenticadores del acceso a atributos y herramientas antes vedados al común de los mortales, tal y como aparecen en Instagram o Facebook. 

La mera presencia de la ministra para dar fe de lo ocurrido habló más de la pérdida del monopolio de la comunicación y de su unidireccionalidad que del momento histórico. Porque aún así, solo Radio Televisión Española tuvo el permiso sobre la señal, que después se distribuyó a otras cadenas. Pensemos que una sola imagen, verdadera o falsa, de una bandera franquista sobre el ataúd o de los huesos desparramados por el suelo, un simple plano ambiguo, hubiese cambiado por completo el significado del hecho. Había que manejar por completo la escenografía, los significados que de ella se desprendieran y el relato posterior. 

Al final, lo que queda es el documento para la posteridad. Precisamente quien analiza estas cuestiones es la semiótica cultural, la disciplina que se encarga del significado de las cosas y del surgimiento del sentido a partir de la articulación de los signos: el hecho de ser un ministro de justicia de una democracia atestiguando la exhumación del dictador, el hecho de ser mujer, o el traje de riguroso azul frente al luto de los familiares, por poner solo algunos ejemplos, se convierten en signos que trascienden su mera fisicidad para convertirse en elementos de un relato. Y es que, como decía Umberto Eco, no es posible explicar nuestro mundo sin analizar la manera en la que funciona el lenguaje con el que expresamos los signos que lo componen.

La imagen como documento tiene ya una larga historia desde que a mediados del siglo XIX comenzaran a realizarse los primeros retratos con fines policiales. Pero es en torno a la represión de la Comuna de París, en 1870, cuando queda ligada definitivamente a su función de atestiguar el presente, articular un relato y construir memoria, tal y como explicó Susan Sontag en su ensayo Sobre la fotografía. Esa potencia documental se apoyaba en un poder jerárquico: ostenta el poder quien tiene la capacidad de dar estatuto de verdad a un testimonio o momento. ¿Pero qué pasa entonces cuando ha quebrado en cierto modo todo eso? 

Operarios colocan cajas de los difuntos llevados a la cripta desde toda España, 1959.

El libro Documentos del presente, una mirada semiótica (colección de ensayos editada por Lengua de Trapo y coordinada por los semiólogos Jorge Lozano y Miguel Martín) se lanza, con una vocación decidida, a escudriñar los elementos que componen hoy nuestra sociedad y que conforman sus significados, los procesos por los cuales nos convertimos en lectores de un mundo que es todo texto, los nuevos tipos de documentos surgidos de él.

Los autores rastrean y analizan fenómenos como el mencionado Big Data, las filtraciones masivas de Wikileaks, las noticias falsas, la propaganda de ISIS, el diseño museístico, el tatuaje, el concepto de nuevo lujo y su estratificación en lo premium, la aparición del icono cultural y la gramática del objeto popular denominado celebrity. Todo ello, forma parte de ese nuevo horizonte  que pone en duda una y otra vez la idea clásica de contar la historia del presente, ser testigo de ella y darla por veraz. Unas armas que, como ya hemos visto, ponen incluso en jaque a las democracias que creíamos más estables y asentadas.

Así, si el documento era considerado tradicionalmente la piedra angular de la historia y la veracidad, cabe preguntarse de qué modo se han transformado estas a la luz de los nuevos tiempos. Tal vez, la nueva ficción histórica, el periodismo de datos, el periodismo bonzo y las últimas campañas electorales con técnicas de desinformación masiva puedan dar cuenta de ese cambio.        

De modo que, la figura del «notario mayor del reino» en este contexto es más un intento, desde un punto de vista legal y jurídico, de poner puertas al campo que una concesión a los partidarios del dictador, como algunos comentaristas afirmaron. Lo que se pretendió frenar era todo el arsenal de creencias que despliegan hoy las redes sociales con sus memes, sus bulos y su capacidad para influir en la agenda política, pues como dice el semiólogo Paolo Fabbri, en la entrevista que Miguel Martín le hace para el libro, «en el creer (…) hay una dimensión patémica, es decir, una dimensión emocional. (…) [pero] también existe una dimensión cognitiva: creer es, a veces, casi como pensar».

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