Dos poemas –
Hace ya unos años tuve la posibilidad de vivir la crudeza del invierno alemán. Fue allí cuando se me quitó todo el romanticismo estúpido sobre la nieve. El invierno de 2004 no fue especialmente frío, pero aun así tuvimos en Berlín varias semanas de nevadas fuertes. Lo suficiente como para que uno pase rápidamente de la alegría y la fascinación a la queja y el hastío por las incomodidades.
Sin embargo, aprendí las diferentes palabras que tiene el alemán para distinguir distintos tipos de nieve y sus copos. Supe que esa idea tan española de que solo nieva cuando sube la temperatura es una solemne gilipollez, pues en Berlín te nieva a diez grados bajo cero igual que a menos dos. Durante días enteros me bañé en esa luz continuamente crepuscular de las latitudes septentrionales a finales de diciembre, medio gris, medio morada, reflejada por un blanco puro. Descubrí que me encantaba dar paseos nocturnos en mitad de una ventisca. Y luego ese silencio sobrecogedor de la nevada, como de cámara anecoica, donde todo se amortigua y a la vez se hace más nítido, donde uno puede oírse a sí mismo.
Una de esas noches, escribí estos poemas:
Bajo la noche mi huella en la nieve Noche leve mi mano sobre la huella.
***
Indiferente la nieve muta cielo suelo gente.

Deja una respuesta