Los días de plomo

Diario de una epidemia 64 –

Ahora que todo esto comienza a terminar, resulta más fácil hablar de ciertas cosas, no porque sea más cómodo o sencillo, para nada, sino porque ahora algunas circunstancias son simplemente narrables. 

Narrar no solo es contar algo, sino principalmente construir un relato, poner un poco de orden y sentido en la historia acontecida, de forma que lo que se comparte con los otros tenga una lógica inteligible, tenga una estructura que lo convierte en algo comprensible, pues de otro modo, nuestras vivencias, la realidad, son caóticas de por sí, no tienen ni pies ni cabeza o, lo que es lo mismo, ni principio ni fin. Por eso, los vídeos de las celebraciones fueron siempre tan aburridos, pero una película sobre una celebración puede ser una obra maestra.

Digo todo esto, así, de primeras, porque, aunque un diario ya otorga un orden a las cosas que nos permite comprender mejor lo que se narra, no deja de ser una enumeración de apuntes sobre el paso de los días, y hay acontecimientos que necesitarán de toda la ficción posible para que podamos entenderlos. Me refiero a lo vivido durante el confinamiento. Especialmente durante los días de plomo, como los llamo, que fueron aquellos quince días en los que todos nos quedamos en casa, excepto los básicos e indispensables.

Ahora, con todos en la calle, en mayor o menor medida, lo recuerdo de forma casi fantasmagórica, como una mezcla de sucesos medio olvidados, pesadillas y fantasías. Fueron días extraños. Y me he acordado hoy de nuevo cuando salía a la calle con mi hijo y me encontré con unos vecinos muy majos con los que solía pararme a charlar en el portal.

La última vez que los vi fue justamente el 14 de marzo. A toda prisa, descargaban de su coche algunas bolsas con comida y otras cosas. Yo también me iba a comprar. Les sujeté la puerta unos segundos y, con la mirada baja, evitando incluso rozarnos con los ojos, apenas nos dijimos nada. Nos deseamos buena suerte y poco más. Después, a lo largo de estos casi setenta días no hemos vuelto a coincidir hasta hoy. La alegría era evidente en nuestros rostros.

Lo que hubo en los días de plomo no lo sabremos de verdad hasta que pasen lustros. Me refiero personalmente, en nuestras interioridades, porque fuera, según nos han contado, fue el horror. Están las estadísticas, los números de la famosa curva que mirábamos todas las noches, con la esperanza de que hubiese comenzado ya el descenso, con la angustia de ver cómo crecía. Están las fotos y los vídeos de las colas del hambre, de los corzos corriendo por las calles donde antes se agolpaba el tráfico, de las ciudades vacías, de los negocios cerrados. Pero todo ese dolor tiene sus rostros, sus últimas palabras, miradas sin contacto de estupor, de no saber qué es lo que estaba sucediendo. Es un sufrimiento con nombres y apellidos, con historias personales de deseos y frustraciones, con soledades y miedos.

Amapolas dobles, Sergei Mijailovich, 1905.. Dominio público.

La verdad es que apenas alcanzo a imaginarlo, pero siento que todas esas personas fallecidas estos meses eran nuestros padres, nuestros tíos, nuestros abuelos. Todos los que se han quedado sin trabajo han sido también nuestros amigos, hermanos y vecinos. Su tristeza es también la mía, son sus miedos parte de mis miedos. Porque sé que ahora, cuando vuelva a la ciudad después de mi largo encierro, esa es la huella que va a permanecer. Su ausencia. 

Los días de plomo cayeron sobre las calles y las casas. Recuerdo que salíamos a la terraza, aún con el frío del invierno muchos días, y golpeábamos una pelota para intentar pasar el rato. Gritábamos al aire nuestros nombres y el eco resonaba como dentro de una cueva. Intentábamos verlo todo con humor y con paciencia, procurando no perder los nervios. 

Mientras jugábamos, por las mañanas, contemplamos columnas del ejército pasando por delante de nosotros. Vimos parejas de militares patrullar por nuestra plaza, los tractores que esperaban a la noche para pasar desinfectando aceras, árboles y bancos. Tráilers con casetas y materiales especiales para construir el hospital de campaña en los pabellones de la Feria. Filas y más filas de ambulancias que no necesitaban circular con las sirenas encendidas. Fueron las semanas en las que no salíamos de casa más que para comprar cada nueve o diez días. Todas las horas eran iguales. El teléfono sonaba cada treinta minutos.

No es que durante aquellos momentos no lo viera o no quisiera hablar de ello, es que la misma parálisis que se veía fuera me atenazaba a mí por dentro.

No sé si este diario habrá servido para algo. O mejor dicho, si le habrá servido a alguien, porque a mí me ha resultado de una ayuda inmensa, para calmar mis ansiedades y despejar la mente en los momentos de tensión. Me ha servido para darle la espalda al aburrimiento e intentar generar un poco de ventilación en mi interior, en unas circunstancias en las que el aire se sentía muy viciado. Me ha aportado claridad y algo de templanza. Me ha ayudado a analizar lo que pasaba junto a mí. ¡Bendita sea la escritura que funciona a veces como terapia con uno mismo!

Por eso, me digo que ahora que los días de plomo del confinamiento se ven lejanos, espero que no los olvidemos. Esa especie de catarsis colectiva que hemos pasado juntos no debería resultar en balde.  

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