Volando una cometa

Diario de una epidemia 63 –

Desde que empezamos a poder salir con mi hijo, todas las tardes, preparamos la mochila, metemos una pieza de fruta, un bocadillo, un termo con agua fresca y nos subimos al cerro que hay detrás de casa. Mi chica y yo nos alternamos. Ya volveremos a salir los tres en familia. Pero lo que nunca falta es una pelota y la cometa.

Por las tardes, sobre todo, sube un viento suave y continuo por las laderas del noreste. Comba ligeramente las copas de los pinos y los olmos. Refresca el secarral que ya se va anunciando en ciertos reflejos dorados de las espigas y en los bosques de cardos, que aunque este año han crecido de manera inusual y colorida, acompañados de miles de florecillas, en pocas semanas lo transformarán todo en un desierto. Es un viento perfecto para dejarse volar con la cometa.

Así, que caminamos hasta la cima, contemplando las vistas de la ciudad que poco a poco van surgiendo, hasta que Valladolid se convierte en una línea anaranjada de edificios que recorre el Pisuerga, flanqueada por los páramos que se abren a su vez hacia otro río, la Esgueva, y hacia el Duero, un poco más al sur, con los pinares que se pierden hasta el horizonte de la sierra de Segovia y que en los pocos días de luz blanca que se dan por estas tierras, parecen traslucir el recuerdo de un mar que hubo en la meseta hace unos cuantos millones de años. 

Subir ahí me trajo siempre esas sensaciones. Aunque creo que, más bien, provienen de recuerdos de mi infancia en las Canarias. La ilusión de ver aparecer el mar después de un cambio de rasante, cuando íbamos los fines de semana a la playa. Es un efecto raro, porque  esos días la altiplanicie castellana se ve llena de islas salpicando el horizonte y me veo con los tres años de mi hijo respirando la brisa y ansiando esa libertad tan rara que tiene uno de pequeño.

Uno de eso días, al llegar a la parte más alta, sacamos la cometa y nos pusimos a volarla. Comenzamos a darle carrete y, a gran velocidad, se alzó por encima de nosotros. El niño estaba fascinado. Le había dejado solo sujetando el hilo y no hacía más que agitar los brazos, tirando para un lado y para otro. Creo que lo que le gustaba era la tensión del viento, los tirones fuertes de la cometa que a punto estaba continuamente de llevárselo volando. Reía y disfrutaba. Corría. Me gritaba que me tumbara, porque así podía exhibir mucho mejor su destreza para manejar aquello.

Flores silvestres (Scilla hyancinthoides), autor desconocido, 1920. Dominio público.

Y me tumbé. Y no sé cómo se me olvidó lo del confinamiento y las semanas que llevábamos sin ver a nadie. Pensé que era bonito estar allí y que, con todo lo malo, con todas las inseguridades de la situación, estos dos meses me habían brindado una oportunidad muy especial, que era la de estar con mi hijo conviviendo de una forma tan intensa día a día, hora a hora. Pensé que no se estaba tan mal, que si pudiéramos tener un sustento seguro, algo digno, lo justo para llevar una vida sin lujos, pero desahogada, podría estar así muy bien.

De hecho, comencé a hacer repaso de cómo había estado desde el primer momento, teniendo que cancelar mi cumpleaños por el estado de alarma, angustiado a ratos durante los días de plomo, estresado y aburrido a partes iguales, y me di cuenta de que en ningún momento había sentido mi libertad coartada ni nada por el estilo. A pesar de que muchos se han esforzado en realzar esa idea, yo no me sentí bajo ninguna circunstancia encerrado, en el sentido de haber perdido mis derechos o mi libre albedrío. 

Mirando la cometa planear a gran velocidad de izquierda a derecha, se me vino la idea a la cabeza de que eso no podía ser la libertad. Un derecho tan fundamental como ese no podía consistir únicamente en salir a la calle o quedarme en casa. Desde luego, no en mi caso, que encima lo tengo todo más o menos cubierto. Y es que si solo se tratase de eso, ¡qué libertad más pobre tendría! Pero también asocial, pues hasta mi hijo de tres años comprendió desde el principio que restringir los movimientos no era más que una medida urgente de salud pública.

De modo que no, no me habían quitado ningún derecho esencial, pues la libertad de uno depende siempre de la libertad de los otros. Se complementan, no se restringen. Vivimos en comunidad y la libertad consiste en un pacto de mutuo reconocimiento entre las personas, donde cada uno actúa y tiene un espacio porque se reconoce una actuación y un espacio por la parte de los otros. Como estos días, esos fachas que piden libertad organizando manifestaciones libres, amparadas y reconocidas por todos y cada uno de nosotros, a través de eso que se llama estado democrático. 

Así, que los únicos que de verdad habían dejado de ser libres eran aquellos que precisamente lo habían perdido todo. Pues, ¿no se sustenta la capacidad de hacer, de decidir y de elegir en las posibilidades materiales? Solo los que no tienen casa, se ven obligados a aceptar cualquier cosa. Solo los que no tienen trabajo, se ven arrastrados a hacer lo que sea. Y así, en diferentes grados y conjugaciones de la necesidad, que es la enemiga de la libertad. 

De modo que pensé que estar allí, volando la cometa con mi hijo podría ser el preludio de un mundo mejor, más justo, más vivible. ¿Alguien se imagina cómo sería ese lugar si a nadie nos faltara lo básico? ¿No seríamos precisamente más libres? ¿Por qué, entonces, todos esos que ahora salen a la calle con banderas y cochazos no salieron para defender la sanidad para todas las personas o la subida del salario mínimo, que son cuestiones básicas que nos hacen menos indigentes? ¿No será tal vez que ellos buscan lo contrario? ¿Mantener sus privilegios de unos pocos, siempre a costa de la precariedad de los muchos? ¿No es eso más como el libertinaje?

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