Descripción de la inminencia

Diario de una epidemia 62 –

Se huele el final. Se vislumbra una gota de luz en el horizonte, un brillo diferente. El soplido de una nueva brisa en el cielo, un timbre distinto en las voces de la calle. Y en la casa, los objetos han adquirido un lustre renovado.

Por eso, como si nos fuéramos de viaje, a otro lugar más lejano, hemos empezado a recoger las cosas del confinamiento, preparando la mudanza hacia esa nueva normalidad que ya se está anunciando. Plegamos los distintos territorios del hogar, las cordilleras del sofá, la altiplanicie del pasillo, los bosques tropicales del cuarto de baño. Lo guardamos todo en una caja, cuidadosamente, con la sospecha de que habrá próxima vez. 

Cada rincón, cada milímetro cuadrado de pared, de las grietas del parqué, se van volviendo poco a poco a su escala anterior, haciéndose minúsculos sin pausa según el mundo nuestro recupera su aspecto ilimitado. ¿A dónde van las cosas cuando se convierten otra vez en insignificantes? 

Miro los lugares donde hemos convivido todos estos meses. La recolecta de pelusas. Los avistamientos de animales que creíamos extintos. Las primeras conversaciones con mi hijo. Nunca antes una casa había vibrado con tal intensidad, nunca antes habían tomado tanto cuerpo las palabras, las soledades y las fantasías. Porque las emociones y experiencias a lo largo de estas décadas de encierro han ido conquistando su lugar en las paredes y en nuestros corazones, como lo hacen las grandes vivencias, como los cambios, que solo llegan cuando ya han pasado. 

Ya no cabrá debajo de este techo conjugar los verbos del aburrimiento. Ya nunca más pronunciaremos las preposiciones sin tener en cuenta que son siempre relativas, pues nos dan la idea del espacio que queramos imprimirlas. No habrá unas horas más pesadas que las otras ni vendrá la noche para acabar el día. Nada de eso. Por mucho que queramos, el tiempo ya se nos ha abierto como una almendra cede bajo los martillazos del hambre.

Higuera en Jerusalén, autor desconocido, 1930. Colección Matson. Dominio público.

Por eso, no sé cómo será posible retornar a las cuatro paredes de mi casa, después de haber visto la inmensidad del Guadiana, como llamaba mi padre a eso de ver mundo, desde la perspectiva de un pueblito de frontera. No sé siquiera si se podrá o habrá que hacer un ejercicio de estilo, pues siempre es más fácil ver lo porvenir que recordar lo pasado. Incluso cuando la nostalgia nos tienta durante los atardeceres de ese azul casi nocturno.

No es fácil, no. Porque no nos engañemos, no somos los mismos aquí dentro que allí fuera. En el fondo del abismo que en el borde de nosotros. En la quietud del reino de las horas que en las fauces del entretenimiento. Y claro que cuesta dejarse llevar hacia el terreno de lo acostumbrado sabiendo a medias que no será lo mismo.

También empaquetamos ese yo que ha sido nuestra cárcel y nuestro paraíso, porque nos sucedemos a nosotros mismos como la piel recubre la espina que se nos clava, absorbiéndola, para después un día echarla para fuera. Así vamos acumulando pérdidas, vivencias. Así vamos haciéndonos antepasados.

Y un buen día, no dentro de mucho, levantaremos la persiana y veremos el mismo amanecer de siempre, las torres de vecinos bostezando sin saber por qué, los coches saltándose en ámbar los semáforos, que son la intermitencia de esas dudas que nos entran cada poco. Oleremos el cielo y habrá pasado todo. No quedará ni el más pequeño atisbo de esa inminencia de las cosas, del estar a punto de acaecer. Pero no diremos nada. Ni siquiera un suspiro de queja.

Entonces, al llegar a casa, detrás de las estanterías del salón o debajo de la cama, encontraremos todavía los vestigios de aquellos territorios que se abrieron con el confinamiento. Un trocito de deseo. Un fragmento de frustración. Igual un miedo. Tal vez los aspiremos o quién sabe si intentaremos conservarlos. La cuestión es que ese instante, pase lo que pase, sabremos que el cambio ya se ha producido, que la vida ha vuelto a pegarnos el cambiazo.   

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