Conversaciones con mi hijo 5

Diario de una epidemia 61 –

Anoche mi hijo no quiso que le leyera un cuento. Como el encierro nos está afectando a todos y él ya tuvo problemas de sueño las primeras semanas, no le di mayor importancia. Pensé que ya había cumplido los tres años y que seguramente se adentraba en esa fase en la que quieren ser autónomos y hacerlo todo solos.

Pero estaba enfadado. ¿Por qué?, le pregunté, aclarándole a continuación que si no me lo explicaba, no podía adivinar los motivos y, por tanto, me resultaría muy difícil ayudarle, por lo que insistí una segunda vez, mientras terminaba de ajustarle el pañal, pues lo sigue usando por las noches, y le ayudaba a ponerse el pijama.

Entonces me miró y, expresando con un gesto su incredulidad por no intuir sus motivos para estar enfadado, me ordenó con tono condescendiente coger de la estantería del salón el cuento de Sun Tzu. Lanzando una carcajada sorprendida, le corregí alegando que no era un cuento sino un libro, uno de los libros más antiguos de la humanidad, de hecho, por lo que no entendía para qué me lo pedía, si además, no era algo que los niños pudieran entender. Se me quedó mirando fijamente. Sin abrir la boca. Sin desviar sus ojos de los míos. Únicamente se despegó de nuevo los cierres del pañal para ajustárselo a su gusto. Entonces, me di cuenta de que era el libro o yo, de modo que si no quería ser despachado en un segundo sin beso de buenas noches ni te quiero, más me valía ir a por el cuento de Sun Tzu.

Al regresar a la habitación con El arte de la guerra, el niño ya se había sentado, como siempre, con su manta y su muñeco, esperando que me tumbara a su lado. Me pareció la imagen más tierna del mundo, uno de esos momentos en los que merece la pena ser padre, de modo que le fui a dar un beso en la frente. Pero entonces, apartándose, me preguntó si había leído el libro. ¿A qué estaba jugando? Por supuesto que lo había leído, a ver si se creía él que yo era de esos que compraba para adornar los estantes de la librería del salón. Y ni corto ni perezoso, mi hijo me soltó que si era así, no comprendía entonces mi actitud.

Como ya empezaba a impacientarme, pues en realidad, el niño ya hacía mucho que debía estar durmiendo, le dije que se diera prisa, que si pretendía darme una de sus clases magistrales, abreviara, porque estaba preparando el fin de curso y tenía muchos ejercicios que corregir, de modo que, arrancándome el volumen de las manos, comenzó a explicarme que El arte de la guerra trataba básicamente sobre cómo vencer a tu enemigo sin ni siquiera luchar, lo cual, como ya sabía si es que era verdad que hubiese leído el libro, era casi imposible, de una proeza tremenda, y requería naturalmente de muchas estrategias y virtudes, incluyendo el espionaje y la guerra psicológica. 

Camino de castaños, autor desconocido, 1900. Dominio público.

A mí, que, dicho sea sinceramente, ya no me sorprendía mucho de mi hijo desde que a principios del confinamiento había empezado a hablar, aquella exposición suya me pareció, sin embargo, un tanto superflua, como si intentara lucirse antes de dormir, y como eso es algo que no me gusta en los niños y ya se lo había dicho en varias ocasiones, le hice un gesto para que cortara, que no siguiera por ahí, le dije, pues esa actitud resabidilla no me gustaba para nada en un niño de tres años, y si quería comentarme algo, era mejor que lo hiciera sin preámbulos, yendo al grano, directamente. 

Visiblemente contrariado, frunció el ceño y, poniéndose levemente colorado, cogió y me soltó una pedorreta. Mi cara de sorpresa y enfado fue tal que no esperó a que le preguntara a qué venía aquello, y me espetó que estaba claro que éramos idiotas, o un poquito cortos, si lo prefería, porque parecía mentira que un chico de su edad tuviera que explicarme algunas cosas tan sencillas que estaban sucediendo sin habernos enterado, continuó dejando a un lado el libro, ya que nos la habían metido doblada. Nos habían engañado como a chinos, hubiese dicho, me confesó, de no ser porque Sun Tzu era chino y a todas luces continuaba siendo el tío más listo de la tierra, cuyas enseñanzas mantenían una vigencia como pocas.

Mientras yo me fijaba en su ímpetu y en cómo había usado la palabra «tío», a saber de quién narices la habría aprendido, pensé, pues me resultaba un poco feo oír una palabra así de un niño tan pequeño, continuó diciendo que una de las tácticas más eficaces para vencer a tu enemigo era una cosa muy sencilla, es decir, generar tal confusión entre sus líneas, a base de mensajes falsos, que terminase por cundir la duda y el desánimo, de modo que tu enemigo se encontrase ya vencido antes incluso de iniciar la batalla, lo cual a ti te daba la oportunidad de no tener siquiera que empuñar un arma. Genial, le contesté. Estupendo. Y le pedí que me explicara cómo se relacionaba aquello con el hecho de su enfado, a lo que respondió sin apenas pensarlo que habíamos dejado de aplaudir todos los días a las ocho. 

Atónito, no supe qué decir. ¿Por los aplausos? ¿Cómo era posible que un niño de tres años alcanzara a saber lo que eran los aplausos de las ocho? ¡Pero si al virus lo llamábamos bichito! Él no me hizo ni caso. Y siguió a lo suyo, pues eso de acabar así con los aplausos, de repente, a través de un mensaje de wasap anónimo, copiado y reenviado hasta el infinito, solo podía haber sido una táctica de la derecha, me explicó con gesto sorprendido por tener que aclararme ese tipo de cosas. Era evidente, tras dos meses de bulos y guerra sin cuartel de información, que habían usado esa táctica para que todos nosotros, la gente ilusionada con un servicio público como la sanidad, acabáramos creyendo que todo era una mierda, acabáramos teniendo dudas hasta del toro que mató al Lillo, soltando esta expresión que me hizo tanta gracia que me eché a reír, pues no sabía de quién la habría copiado, de modo que resultaba cristalino que la derecha, continuó el niño, no solo había emprendido una cruzada contra el gobierno, sino que era muy consciente de que había dos modelos en liza después de que el coronavirus hubiese derribado todas las creencias neoliberales sobre el Estado mínimo y el sálvese quien pueda. Por lo que no, papá, me dijo al ver mi gesto para que abreviara la charla, debido a que eran ya las diez, no tenía que dudar ni un solo instante que ese desánimo había ido a preparar el terreno para, primero, acabar con la ilusión de que podía haber un modelo público más justo que ayudase a la gente, expresado de alguna forma en esos aplausos de las ocho, y segundo, una vez aniquilada la simpatía por las medidas del gobierno, avanzar en una guerra de protestas espoleadas por los ricos y los privilegiados que, gracias al eco de los medios, siempre de derechas en España, dieran la sensación de que podría ser una protesta para todo hijo de vecino. Así, que concluyó, era evidente que nos habían engañado y que, a día de hoy, la derecha nos ganaban por goleada. Y se calló, adoptando la posición para dormir.

Me quedé pensativo unos segundos, mirándolo de arriba abajo, y me di cuenta de la gran cantidad de giros idiomáticos y de expresiones del habla de la calle que estaba acumulando el niño, algo que para nada me gustaba y que habría que ir pensando en corregir, por lo que este era un tema que tendríamos que hablar mi chica y yo con calma, si estaríamos dispuestos a censurarle tales dichos, castigándole incluso si fuera necesario, pues tenía que aprender a hablar en condiciones, o si por el contrario, deberíamos obviarlo sin darle mayor importancia hasta que él solo, por sí mismo, desistiera de esas formas coloquiales.

Pensé también que vaya imaginación tenía el niño y que a saber de dónde habría sacado todo aquello, pues a mí el mensaje de wasap me había llegado de mi hermano. Y mi hermano, joder, era de todo menos facha. Así, que, dándole un beso en la frente, le dije que se dejara de fantasear y no se preocupara, y le deseé las buenas noches.

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