He pasado tres veces el virus

Diario de una epidemia 59 –

Venía yo el otro día pensando en la barbacoa que pienso hacer en mi terraza una vez pasado todo esto, cuando me asaltó, en mitad de la cola del pan una maldita tos que arrastro desde hace más de un mes.

Lógicamente llevaba la mascarilla y, aun así, me cubrí la boca con el antebrazo, no fuera nadie a pensar que iba a lo loco. El que tenía delante, a pesar de no ir cubierto, me miró con una mezcla entre asco y condescendencia, como si le estuviese jodiendo la mañana al recordarle que llevábamos más de sesenta días encerrados en casa y un montón de enfermos y de fallecidos por gilipollas como él, perdón por la expresión, pero es que me hinchó las narices, que no querían tomarse en serio el esfuerzo de un país entero, con sus negocios cerrados, sus distancias familiares y la penuria económica, para evitar que el virus se llevara lo que queda de nosotros. La de detrás, sin embargo, me echó simplemente una mirada rápida de susto, dando un saltito para atrás y haciendo un gesto como apunto de rociarme con su spray hidroalcohólico que llevaba en la mano. 

Así, que para no quedar mal, y no parecer un asocial como el hombre de delante, saqué mi frasquito y me lavé las manos allí mismo. A conciencia. El niño, que estaba conmigo, me miró con cara de querer también, y le eché unas gotitas para que se restregara  con el gel, al tiempo que yo me concentraba en mi garganta, tragando saliva a tope, para intentar salvar el picor que me estaba entrando de nuevo y que, a todas luces, tenía pinta de acabar en tos. 

Y es que lo de la tos se ha vuelto un tema muy complejo últimamente. Recuerdo que antes se tosía a placer. Uno iba por la calle y cualquiera te podía toser en la cara. Yo mismo ni siquiera solía ponerme la mano delante de la boca. A lo sumo, miraba para otro lado. Toser era una cosa normal. Los fumadores lo hacían constantemente. No había concierto de música clásica o representación de teatro cuyo intermedio no fuera colmado de toses, carraspeos y gárgaras. En una de las últimas clases presenciales que di, cuando todavía nos cachondeábamos del virus, uno de mis alumnos lanzó una tos en general a sus compañeros mientras todos se reían. Sin embargo, ahora todo ha cambiado.

Expresar un leve picor en público, es rápidamente interpretado como sospechoso. Todos los ojos se te echan encima como si ya fueras culpable del declive de la civilización occidental. Sin juicio ni jurado. 

Roble en el parque Fort Hunt, autor desconocido, 1939. Dominio público.

De hecho, entre eso y mi natural hipocondría, puedo afirmar que he tenido el coronavirus unas tres o cuatro veces durante este confinamiento. He creído presentar síntomas todo el rato, aunque al final nunca llegaba a nada. Ahora, el susto que me llevaba era bien interesante. Me he hecho experto en sintomatología cuñada. Lo peor es que no sé si me sentía enfermo por miedo a ponerme malo o por deseo de hacerlo. Porque, claro, pillarme el virus podría tener una compensación en el futuro, la inmunidad. Y yo ya me imaginaba libre como el viento exhibiendo mi pasaporte de inmunidad serológica.

¿Alguien se imagina cómo sería eso si de verdad llegan a clasificarnos por nuestros niveles de anticuerpos? ¿Quedaríamos atrapados en una especie de nueva tecnodictadura, como se temen algunos, en la que solo los inmunes gozarían de libertad para moverse y tocar, mientras grupos de personas buscan contagiarse para alcanzar esa posición privilegiada? 

La otra cara de todo esto es que en estos días, al menos, parece que la gente vuelve a importar. Para bien o para mal, pero volvemos a hacernos caso. Es decir, hacía mucho tiempo que no notaba que la presencia de uno fuese significativa para los otros. Hacía tiempo que los otros habían dejado de existir. Por la calle, uno iba como si le diera igual todo a su alrededor. Ya te podían estar llamando por la espalda que solo te dabas la vuelta cuando la cosa era evidentemente molesta. Pensando que no era a ti, podías recorrer media ciudad sin darte por aludido. Y esto tiene que ver con el hecho de que nos hemos convertido en fastasmas para los demás. Solo se pensaba en uno mismo.

Por el contrario, ahora, únicamente con ese gesto de la cola del pan, el resto ya cuenta contigo. Tal vez, para temer que estés contagiado. Pero del mismo modo, en otros contextos, se te puede mirar con la esperanza de ser parte de la ayuda que alguien necesita. Pensemos en esos maravillosos carteles que han proliferado por portales y paredes donde se ofrecía hacer la compra a personas consideradas de riesgo, o esos otros en los que se agradecía al vecindario en general la labor que estaba haciendo para salir de esta, no solo a policía y sanitarios, sino también a cajeros de supermercados y otros trabajadores que han estado al pie del cañón para que el resto pudiéramos permanecer en casa, tal y como leí en la comunidad de mi madre, por ejemplo.

O sea, que contamos otra vez. Estamos ahí. Se abre una pequeña brecha a que el otro vuelva a importarnos. Es verdad que puede ser breve y cerrarse o que, como todas las cosas que suceden, la interpretación que terminemos haciendo de ello no sea en un sentido emancipador, sino reaccionario. Puede ocurrir. Pero, en cualquier caso, ahí está. Depende de cada uno el sentido que le demos a todo esto.

Por eso, hubo un punto en que, después pensándolo, no me jodió tanto lo del tipo sin mascarilla en la cola del pan. Porque me di cuenta de que incluso él había abierto su sensibilidad a la existencia de los otros. Él, que igual hace tres meses ni hubiese advertido mi presencia. De modo, que por eso, no hice el más mínimo gesto de enfado ni de reprimenda cuando me miró. Pensé que a lo mejor pasaba lo mismo que con las malas hierbas de los alcorques, que si las dejas un poquito, terminan por brotar miles de florecillas y se transforman en un precioso jardín silvestre en medio del asfalto. 

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