Diario de una epidemia 56 –
Dicen que uno de los síntomas inequívocos de tener el virus es perder el olfato. Incluso algunos pierden también el gusto. Sin embargo, lo que ya hemos perdido todos, tanto los que lo han pasado como aquellos que no, es el sentido del tacto.
Recuerdo que hasta hace muy poco, cada vez que entraba con mi hijo de tres años en el ascensor, lo primero que hacía era acercarse al espejo y meterle un lengüetazo. Después se restregaba de arriba abajo, toqueteaba con las dos manos el pasamanos, se columpiaba, apretaba los botones de todos los pisos, se ponía a cuatro patas arrastrando las manos por el suelo y, cuando ya parecía que lo había hecho todo y yo estaba al borde del patatús, colocaba los dedos en las puertas, mientras se abrían, para notar el tacto del aluminio al deslizarse. Todo él era puro tacto.
Sin embargo, ahora, como si fuéramos seres perdiendo sus atributos, todo eso le está totalmente vedado. Desde el instante en el que salimos de casa la norma que impera es «se mira, pero no se toca», algo que es absolutamente castrador para un niño de su edad y muy difícil de llevar a cabo para un padre. Si no quieres estar continuamente con el no en la boca y enfadándote cada treinta segundos, tienes que buscar la manera de hacer que desista de sus obsesiones, distrayéndole u ofreciéndole otras posibilidades.
Así, hemos dejado de tocar. El virus nos ha impuesto, entre otras muchas cosas, una cuarentena del tacto. Y si no, un nuevo mundo de superficies y texturas mediado constantemente por el gel hidroalcóholico o la lejía, por los guantes de nitrilo o los codos.

Personalmente, no es que antes fuese un sobón o algo por el estilo. Pero confieso que me gustaba tocar. Si había algo que me llamaba la atención, posaba los dedos para sentirlo. Si veía un tejido bonito en una tienda, lo acariciaba. Si tenía un saco de garbanzos delante, era de los de la película de Amelie, que hundía la mano para notar la rugosidad de las legumbres. Y, por supuesto, cuando se trataba de cuerpos, si me gustaban, hacía lo posible por estrechar una mano o dar una palmadita en el hombro.
¿Hay algo más maravilloso que tocar por placer y con curiosidad? De hecho, dicen que es el sentido más implicado en el descubrimiento del mundo, en la figuración del propio concepto de una realidad frente a un yo. Se supone que con los primeros toqueteos de las cosas que le rodean, el niño comienza a experimentar el espacio más allá de su cuerpo y así, surge el yo en oposición a lo otro. El tacto nos ayuda a descubrirnos, conocernos y disfrutarnos, pero también a gozar del mundo e interactuar con él. Moldeamos nuestra personalidad en virtud de la relación que tengamos con él, y esta comienza tocando.
Miro a mi hijo, cuando salimos al parque, y pienso cómo serán los cardos sin haberlos tocado jamás, cómo será la misma idea de pinchar sin haberse pinchado nunca. O cómo será la mariquita sin haber notado jamás su cuerpo sobre la piel. Su tendencia natural es despejar la incógnita. Por eso, me resulta extraño pensar cómo sería el humano que no pudiese resolver ese impulso, que su desarrollo estuviera saturado de otros sentidos y le faltara el tacto.
Soy consciente de que habrá otras personas a las que no les afecte esto tanto. Algunos ya tocaban bastante poco en su vida anterior. Tal vez, únicamente lo justo y necesario para manipular los objetos de su entorno. La paranoia por la desinfección y los ambientes asépticos ha ido creciendo desde hace décadas, conforme la sociedad se iba masificando y tecnificando. Pero lo de ahora es otra cosa. Tampoco ellos podrán tocar como lo hubieran hecho antes.
Y de la misma manera, ¿quién sabe si está por forjarse un sentido del tacto más subversivo y rebelde? No me resultaría tampoco extraño que, a partir de ahora, tocar se convierta en una forma de llevar la contraria, de ser alternativo a la corriente principal, una manera de afianzar su personalidad los adolescentes. Ahí están los grupitos de fachas que han proliferado durante este confinamiento que se imponían como forma de protesta, salir a la calle y lamer un semáforo o cualquier otra cosa. Por eso, en un mundo en el que no se pudiera tener contacto al descubierto con nada, no sería tan raro que las relaciones más salvajes consistieran simplemente en sobarse de arriba abajo.
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