Diario de una epidemia 40 –
También están los días en blanco. Y el de ayer fue uno de ellos, porque la cabeza tiene que descansar y el cuerpo necesita rehacerse.
Los días en blanco da igual que tengas que trabajar o estés tirado en la cama, es indiferente si puedes salir o no, si te tomas una cerveza o haces un poco de ejercicio. Los días en blanco el cielo está gris, los árboles tienen un verde parduzco y la casa se llena de una luz manoseada que vuelve más usado el salón y ni siquiera abriendo las ventanas consigo que los muebles y los libros tengan otra vez ese lustre prometedor de los primeros días.
Eso pasa los días en blanco, cuando nos hablamos y parece que no hay nadie de este lado, pues creo que dentro de mi pecho se ensancha una especie de oquedad, un oscuro y neblinoso tener ganas de algo, pero sin cómo, ni dónde, ni cuándo. Y recorro la casa por su perímetro para hacerla más grande o me ovillo en el rincón detrás de la cama para hacerla minúscula. Después, me subo un rato por las paredes, camino en horizontal para ver si así aligero tanta gravedad, en una posición más acorde con el polvo, que es a lo que tendemos al final de tanta estupidez y tanta tontería. Y si no, me pongo de puntillas los días en blanco, atisbando ese abismo que me rompe en dos, me coloco por encima de mí mismo, pero no vuelo tirando de mi pelo hacia arriba, como solía hacer el barón de Munchausen.

Es difícil tomarse a la ligera estos momentos. No es sencillo quitarse de encima la terrible sensación de que todo es leve, de que vivimos y muy poco permanece como si lo hubiéramos vivido, pues echo la mirada para atrás y me parezco otro, o sea, que no soy nunca esa persona de cuerpo entero, con alma y huesos, que tenía en la cabeza, que se iba haciendo consistente con el paso de los años, creciendo como lo hacen las bolas de nieve, con la esperanza de que duren más allá de las altas temperaturas. Porque esta era la idea. Durar.
Lo que pasa es que cuando un día se me pone en blanco no hay manera de no sentirlo todo distanciado. Sobre todo, yo mismo. Lo que escribo. ¿No os has pasado nunca que en mitad de la noche habéis notado un brazo que no era el vuestro y al despertar súbitamente, os faltaba precisamente un miembro que luego descubrís que era ese brazo?
Habrá quien crea que todo esto son bobadas, y no le quito parte de razón, que afirme que no hay mejor manera de salir de ahí que distrayéndonos, mirando hacia otro lado y llenándonos de cosas como quien colecciona compulsivamente experiencias. Habrá quien diga que no sabe de qué hablo o que jamás ha sentido nada parecido. También habrá quien piense que lo que estoy poniendo hoy aquí es demasiado subjetivo y personal, lo cual también es cierto, pues nunca se escribe de aquello que resulta ajeno, pero lo pensarán como si todo esto no fuera asunto suyo. Y bien está. Mientras haya alguien, será buena señal. Sin embargo, ¿acaso hay algo más humano que mirar por la ventana y perderse, o despertarse bruscamente y dudar dónde se está? ¿No sentimos después un impulso irrefrenable de tocar tierra, de acariciar un cuerpo, de concretarnos en algo conocido que nos devuelva un poco de nosotros mismos?
Por eso, los días en blanco son al final un punto de partida, no son nunca una página vacía o el eco de unas palabras. Son, por el contrario, como los nudos de los árboles, un rastro silencioso del ayer recubierto de corteza del mañana.
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