El día de los lectores

Diario de una epidemia 35 –

Ayer fue el día del libro. Pero sinceramente, no entiendo por qué. Llamadme simple, si queréis, pero no veo que haya una necesidad real de llamar la atención sobre los libros. Como si estuvieran desapareciendo o algo por el estilo. Nosotros, por ejemplo, durante este confinamiento no hacemos más que mencionarlos, hablar de ellos, citarlos e, incluso mirarlos, pero leerlos, lo que se dice abrirlos y seguir las frases, nada de nada.

No obstante, para que nadie nos pueda echar algo en cara, en mi casa también lo celebramos. Aunque lo hicimos con un ritual de invocación al espíritu del lector, que es donde está el meollo del asunto. Porque en el momento en el que nos inventamos un día de algo es porque ese algo ya ha sido aniquilado. Así es la lógica aplastante de nuestro mundo de utilidades económicas y beneficios pecuniarios a corto plazo. Y yo no veo que eso haya pasado con el libro, que hay cantidad de editoriales que se están forrando. No me parece que suceda como con el día de la infancia, en un mundo donde los niños desaparecen. O como en el día de la Tierra, en un mundo donde la naturaleza se extingue. Ni, desde luego, como en el día de la mujer, en un mundo donde su figura se ensombrece. No. Los libros están ahí.

Así, que le dije a mi hijo que cogiera la tablet. Dibujamos un círculo en el salón con papeles viejos. Mi chica agarró su ordenador y yo el mío. Entonces, nos sentamos haciendo una estrella de tres puntas, encendimos nuestras pantallas, cantamos al unísono la melodía de Windows y nos vimos cada uno un capítulo de nuestra serie favorita, dados de la mano, frente a frente.

Pasada una hora, más o menos, nos levantamos, gritamos varios vivas en honor de nuestros escritores preferidos y comentamos, para terminar la sesión, lo mal que estaba el mundo de la literatura y lo bien que le iba al mundo en general sin ella. Pero, como digo, fue algo ritual, sin entrar en detalles, como quien va a la iglesia y participa en la consagración del pan y el vino, que tampoco se acerca al cura y le pide una explicación filosófica sobre la eucaristía. 

Cabeza de flor de cardo, autor desconocido. Hacia 1900. Dominio público.

Y es que, sinceramente, ¿a quién le importan hoy en día los libros? ¿Quién lee realmente, así, como acto cotidiano? ¿Quién se compró un libro o se lo prestó de la biblioteca el mes antes del confinamiento? ¿Realmente es tan importante leer más allá de aquellos libros técnicos que nos enseñan cosas, más allá de lo que ya leemos en nuestro wasap y nuestras redes sociales? ¿Para qué, si ya tenemos ese compendio del conocimiento que es YouTube?

Lo digo en serio, que nadie piense que estoy de coña. Porque esto es algo que me pregunto con cierta frecuencia. De hecho, a mi hijo ya le he enseñado a dar las respuestas tipo test a todo esto, para cuando se tercie en una conversación entre gente mundana y haya que opinar un poquito de todo. Los libros son el saber. El saber no ocupa lugar. La cultura forma a las personas. La literatura es el acervo de una sociedad. Etcétera. Todas las tardes le obligo a repetirlo. Si se equivoca, le mando para el día siguiente leerse un libro de Julia Navarro. Si acierta, le dejamos ver la tablet una hora. ¡Y el tío no falla ni una! ¡Menudo cerebrito tiene ya!

Además, por lo que he hablado por ahí con otros padres, todos comparten esta preocupación y todos están super concienciados de que sus hijos lean, amen la literatura, veneren libros y escritores, de modo que se esfuerzan como nosotros. No conozco un solo niño de tres años, en mi entorno, claro está, que no se haya leído ya En busca del tiempo perdido y esté haciendo sus pinitos con Cervantes. 

Por eso, no entiendo eso de celebrar el día del libro, si a los libros les va de puta madre, todos apiladitos en las estanterías, unos junto a otros. Nosotros, incluso, les quitamos el polvo de vez en cuando y en las tardes soleadas, los sacamos a la terraza para que les dé un poquito el aire. 

La cosa más bien está relacionada con los lectores. Tendríamos que celebrar el día del lector, porque es este el que se encuentra en peligro de extinción. Es al lector a quien tendríamos que empezar a dedicar estatuas, calles y museos. De hecho, en Valladolid, que siempre vamos muy por delante del resto, ya tenemos algo así, una preciosa escultura de una niña gigante, sentada en el suelo con un libro abierto, precisamente en una de las plazas más envejecidas de la ciudad. A la niña lectora. Y, ojo, que mola la escultura.

Así, al menos por un día, sabríamos qué es eso de sentirse lector, de igual modo que David Bowie nos hacía héroes por un instante. Un día al año. No hace falta más. El resto del tiempo, los lectores podrían seguir muriendo de inanición. Morirían como lo hacen siempre, en silencio, en cuartuchos oscuros o en grandes centros comerciales. De hecho, así lo harán. Tendremos un día de luz pública, para celebrar por todo lo alto, con casetas, conciertos y grandes reuniones en la plaza mayor de gente leyendo, y otros trescientos sesenta y cuatro para ir desapareciendo lenta y calladamente, como se merecen los libros y su gran mayoría de autores muertos.

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