Diario de una epidemia 31 –
Es tremendo cómo el ser humano se adapta a los cambios, cómo es capaz de pasar en muy poco tiempo de depender del resto a no necesitar absolutamente nada de fuera. Vamos, ni en los mejores sueños de las comunas neorrurales hemos llegado a tal grado de emancipación del sistema como ahora.
Ya somos autosuficientes, independientes, autónomos. En nuestra casa, de hecho, estamos a punto de decir adiós a los pocos contactos comerciales que mantenemos con el mundo exterior. Y encima somos tres, un número perfecto para fundar una comunidad y no bloquear la toma de decisiones.
A lo típico del pan y la repostería que hace todo el mundo, nosotros hemos añadido huerta, reciclaje de todo tipo de objetos y envases, recogida del agua de la lluvia, confección de nuestra propia ropa, reutilización de las aguas residuales, un miniestablo y, últimamente, estamos consiguiendo dominar el arte de la pesca. Nos ha dado por tirar un anzuelo por el váter a ver qué pasa. Mi hijo oyó el otro día que el vecino del segundo había sacado una lubina de tres kilos y pensamos que, como la naturaleza está recuperando espacio, no sería de extrañar que pulpos, sardinas y todo tipo de peces marinos hubiesen poblado de nuevo las cañerías.
Algún que otro avance hemos dado ya en esta línea. Lo que pasa es que se trataba de ejemplares demasiado jóvenes o de especies poco sabrosas. El jueves, sin ir más lejos, echamos la caña y en diez minutos ya estaban picando. Una pena que las lubinas estuvieran a otra. Solo pillamos un toallito pequeño, que no tendría más de unos diez centímetros y que, lógicamente, devolvimos en seguida a la basura.
Pero ahí estamos. Lo mismo con el agua de la lluvia. Hemos construido una cisterna en la terraza con capacidad para un mes. El único problema que tenemos es que no cae una gota. Así, que de momento, la llenamos con el grifo y así podemos distribuirla por la casa. Incluso nos llega a la cocina. Todo un logro del que estamos especialmente orgullosos.
Y es que yo siempre he admirado los trabajos manuales. Siempre he dicho que si sabías hacerte el pan y construirte un techo, estarías a salvo. Recuerdo cuando tenía veinte años, ahora que se lleva tanto en redes esto de enseñarse de joven, me marché una primavera con un amigo a okupar un pueblo abandonado. Cogí la mochila con cuatro cosas, metí mi cuaderno y me monté en la furgo. Estábamos a mitad de curso, pero consideré que debía reiventarme, que era mucho más importante volver a mis raíces campestres y reencontrar mi yo. El lugar era precioso. Cuatro casas, tres de ellas en ruinas. Mucho trabajo por hacer. Perdido en una sierra de Huelva, la aldea no contaba con luz ni agua corriente. Pero el rasgo definitorio más claro para nosotros, urbanitas de tres al cuarto, era que solo teníamos cobertura en lo alto de un montículo, al que naturalmente acudíamos cada noche para encender nuestros móviles y llamar a nuestras madres.
No éramos más de diez y nos distribuíamos las labores. Mientras unos reconstruían una de las casas, otros empedraban el camino de acceso, alguien estaba en el huerto, otro se iba a por leña y yo, que no sabía que hacer, me dedicaba a cocinar y a preparar historias para la noche. Teníamos una antigua bilbaína de leña y tomar el simple café por las mañanas era toda una odisea. Después de ir a la leñera y seleccionar bien distintos grosores de ramitas y troncos, siempre había que cortar alguno más con el hacha, luego encendías el fuego y entonces, ponías la cafetera, que naturalmente tardaba más que lo habitual en una vitrocerámica. Ahí cociné lentejas, un potaje de garbanzos, pasta boloñesa y muchas otras cosas que me llevaron horas y horas de elaboración. Fue entonces cuando comprendí el sentido antropológico y social de la repartición del trabajo. Si uno debía dedicarse a cultivar, cortar leña o reparar el tejado, sí o sí se volvía indispensable que otro estuviera en la cocina, limpiando la casa o haciendo pan. Independientemente de su sexo y del valor que se le quiera dar a cada trabajo. Obviamente, no había mucho espacio para el trabajo artístico o intelectual, teniendo que cubrir primero lo básico. Y mi amigo ya tocaba la guitarra lo suficientemente bien como para corear entre todos algo por la noche. Así, que no tardé mucho en desistir de hacer bardo.

Ahí perdí la inocencia. El romanticismo neorrural se me vino abajo la segunda noche, después de llegar reventado a una cama desde la que por las noches te sabías asediado por las ratas de campo, cuyos chillidos, sinceramente, acojonaban. Lo mejor fue una chica que iba totalmente por libre. Se levantaba y no hacía nada. Desaparecía el día entero. Cuando la veíamos, lo primero que soltaba era que se iba al bosque (una plantación de eucaliptos de alguna papelera multinacional) a coger florecillas, hierbas aromáticas y plantas, como dando a entender que esa era su dedicación, y volvía por la tarde con collares silvestres para todos. A la pregunta de si quería comer, respondía invariablemente que no tenía hambre y se marchaba. Pero normalmente nos la encontrábamos media hora después en la cocina rebañando la cazuela.
En algún momento pensé que igual tenía problemas. Sinceramente me daba igual su actitud, pero no la comprendía, hasta que mi amigo me contó que era su particular manera de escaquearse. Como no hacía nada, me aclaró, ponía la excusa de no tener hambre. Me pareció curioso que la comida sirviera como moneda de cambio, aunque también absolutamente lógico en un lugar donde no había nada accesorio.
Al cabo de un mes o dos me marché. No estaba hecho para aquello. Tiempo después volví a ver a mi amigo. Me contó que ya estaban totalmente asentados, todas las casas reconstruidas. Incluso, habían instalado una placa solar que daba luz a la aldea. Entonces, le pregunté por la chica. Me miró sorprendido y soltando una carcajada me dijo que al poco tiempo de irme, la habían echado. Demasiado hippy, me dijo, con todo el trabajo que había que hacer, no podían permitirse tal grado de tontería.
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