Diario de una epidemia 30 –
Esta últimas semanas he andado un poco preocupado. En la cabeza solo me rondaba una idea: que yo era el único gilipollas de la ciudad. Aunque esta vez la cosa no era solo de mirarse al espejo. El problema era que, como no tenía a nadie con quien confrontar este temor, más allá de con mi chica y con mi hijo, los cuales, aunque solo sea por respeto, jamás lo reconocerían, me sentía metido en un bucle del que resultaba casi imposible salir.
Cada vez que iba al supermercado o a la tienda de al lado, yo era el único sin mascarilla ni guantes. Todo el mundo se movía enfundado de arriba abajo, y no con cualquier cosa, sino con auténticas protecciones profesionales, con su filtro, sus pestañas metálicas para ajustar correctamente a la cara y sus gomas regulables, además de unos guantes como dios manda, no esa mierda de plástico para la fruta que te dan cuando vas a comprar, ni siquiera unos guantes de látex, no, los auténticos de nitrilo azules, que antes nadie sabía lo que eran, y ahora todos reconocen.
Así, que, allí en medio de potenciales contagiadores, sin guantes ni mascarilla, me sentía como el último gilipollas de la especie humana. Porque no era posible que todos estuviesen tan bien equipados, que todos parecieran recién salidos de la epidemia del cólera de 2014, y yo, sin embargo, yendo como si nada. Algo había fallado. Daba igual que la causa fuera que me quedé sin mascarilla. Daba igual que hubiese ido hasta tres veces a la farmacia y me hubiesen despachado con sucesivos lo que hay es para los sanitarios, no tenemos y tal vez, la semana que viene. Todo eso daba igual. La cosa era que el supermercado parecía la puta estación espacial internacional y yo iba como Sandra Bullock en Gravity, con un solo objetivo, pero a lo loco: no rozarme con nadie.
Y lo peor no era eso. Lo peor no era ni de coña sentirme inseguro o tener miedo a ser contagiado, qué va, lo más jodido de todo era sentirme el blanco de las no miradas. Es decir, de esas que te miran después de haberlas mirado. Como todo el mundo va con los ojos fijos abajo, te das cuenta de que te observan, no cuando ellos te miran, sino cuando lo haces tú, pues los rostros se cubren de una especie de halo de paranoia. O repulsión. Como si el contagio fuera en la vista. Como si el virus se transmitiese estableciendo contacto visual. De modo, que la sensación consistía en una mezcla de culpabilidad, gilipollez y terrorismo. Yo, allí en medio, cargado con mi cinturón de explosivos víricos a punto de cometer un atentado suicida: toser o estornudar a diestro y siniestro. Yo, convertido en arma de destrucción masiva.
Y, por supuesto, el trato cara a cara era prácticamente imposible. Ya lo conté por aquí hace semanas, cómo una simple pregunta a un reponedor puede convertirse en un vals de la distancia, por hacer una descripción amable. Lo único bueno era que todo el mundo se apartaba a mi paso.
Menos mal, que el otro día salió un estudio diciendo que no estaba solo. Aunque tampoco me consoló. Al parecer, cerca del cuarenta por ciento de la gente se había quedado sin mascarilla en el momento álgido de la crisis. O dicho de otra manera, que un sesenta por ciento de nuestros conciudadanos habían hecho lo mismo que con el papel higiénico. Una mierda, vamos. Y me preocupó el hecho de estar siempre, con todo, dentro del grupo de los perdedores. ¿Acaso no soy lo suficientemente gregario? ¿O es que vivo tan en mi mundo que solo me llegan las cosas en el último minuto? No sé.

El caso es que tantas semanas saliendo a pelo a comprar, me ha hecho fijarme en cosas alucinantes. Por ejemplo, en la relación que tienen algunos con su equipamiento. Seguro que esto se debe al hecho de que la gente andará más puesta que yo en el arte de llevar mascarilla, así que no penséis que lo digo a malas. Por otro lado, es lógica la preocupación que tenemos todos, lo cual nos hace ser muy precavidos.
Aquí, en mi zona, por poner algunos casos, están los que sacan a pasear al perro por un descampado vacío y yermo, con sus guantes y mascarilla. Estos esperan encontrarse el virus flotando en nubes que los persiguen. Luego están aquellos a los que solo les falta el EPI cuando van en el coche, forrados de arriba abajo. Estos dan por perdido el vehículo como zona segura. Y luego mis dos preferidos: los que van por la calle con mascarilla y, al entrar en la tienda, se la quitan; y los que después de comprar se fuman el cigarro de la victoria, pero con los guantes puestos. Bravísimo. A estos les gusta el riesgo.
Y es que tengo la sensación, cada vez que hago una salida al mundo exterior, de que estamos adquiriendo unos dejes un tanto peligrosos. Por un lado, con la mascarilla, ahora que también llevo una por fin, te sientes un miembro de la patrulla X, con superpoderes y por encima del resto. Hay una cierta fascinación erótica en cubrirnos la cara, que nos lleva a hacernos selfies, a contemplarnos a nosotros mismos con cierto morbo. No sé si porque nos vemos como el protagonista de una ficción o porque nos evoca ciertas fantasías de dominación.
Pero por otro lado, observo algo de exacerbación en la distancia que adoptan algunos con su mascarilla y sus cachivaches, como si esa actitud tan estricta solo pudiera sustentarse en la idea de que esto se irá igual que vino, de repente, de un día para otro. Es decir, que ahora uno se distancia por completo porque después podremos retomar los acercamientos de antes. Como si pudieran ahora permitirse no tener ningún tipo de relación, o peor, ser ariscos y desagradables, porque en unas semanas volverán los dos besos, la cañita en el bar y los apretones en el bus de manera irremediable.
Ojalá tengan razón. Lo que pasa es que creo que los próximos meses van a ser un conjunto de medias tintas, de zonas grises y medidas intermedias, donde tendremos que acostumbrarnos a estar con los amigos llevando los dichosos bozales o a charlar con un vecino por la calle a dos metros de distancia. Así, que, más nos vale mantener un equilibrio entre ser un poco gilipollas y tomar algunas precauciones, no vaya a ser que con lo próximo que acabemos, sea con el lexapro.
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