Diario de una epidemia 28 –
En un alarde de educación sin precedentes, pues se esperó hasta los postres, mi hijo me preguntó esta mañana cuándo se preveía que pudiera salir. Mi chica y yo lo miramos estupefactos e intentamos explicarle que hay un bichito en la calle y que la gente enferma, a lo que nos cortó en seco, pidiendo que no fuésemos por ahí, que no era tonto, pues no entendía el por qué de su confinamiento tan estricto si solo tenía tres años y no se pensaba marchar con ningún desconocido a quien pudiera infectar, ni siquiera con la abuela, insistió, porque era injusto, le parecía poco considerado para con los niños de su edad que se estuviese enviando a trabajar a gente que lo puede hacer desde su casa, mientras ellos no podían salir ni a tirar la basura. Y concluyó su queja soltando un joder tan claro y tan bien puesto que solo pudimos aplaudirle y darle besos orgullosos por lo bien que lo había hecho el niño.
Pero, claro, nos miró con cara de qué narices estáis haciendo, sois gilipollas o qué, porque había realizado un esfuerzo tremendo, continuó su exposición al tiempo que comía su yogur, por no sacar el tema durante el primer plato, incluso se había mordido la lengua para no montar una rabieta, con llantos y gritos durante más de diez minutos, y nosotros sin embargo le veníamos con esas, como intentando desviar el tema, actuando como si fuese todavía un bebé, y eso sí que no, por ahí no estaba dispuesto a pasar, pues él ya era un niño grande.
Sin saber qué hacer, mi chica y yo nos cruzamos la mirada. De acuerdo que las conversaciones familiares habían empezado a alcanzar un tono y unos temas más complejos que la media, pero esto ya era demasiado, joder, se me escapó de repente en un instante que perdí los nervios, pues cómo era posible que un niño de tres años, le dije, se mostrara tan insolidario y poco comprensivo. Cómo era posible, repetí alzando la voz, que no se diera cuenta de que ellos eran un peligro para los adultos, para los abuelos, concreté a ver si lo pillaba de una vez, pues sus cuerpos inocentes no eran más que máquinas de destrucción masiva con tantos y tantos virus y bacterias que acumulaban en las guarderías. Y me quedé tan ancho, dejando que fluyesen unos segundos de silencio en los que él continuó saboreando el postre.

En este punto, sin darle a tiempo a contrargumentar, intervino mi chica. Le dijo que papá tenía razón, como para reforzar mi posición, algo típico que hacemos cuando queremos dejarle claro que hay un límite infranqueable, pues tenía que comprender que, punto número uno, por más que hubiese leído la carta de derechos de la infancia de las Naciones Unidas, en nuestro país eso no significaba nada, por lo que no gozaba de ningún derecho o, por lo menos, no tantos como los perros, que los pobres tenían que salir a hacer sus necesidades a la calle como mínimo cinco o seis veces al día, como bien podía observar entre los vecinos. Pero es que, punto número dos, tenía que entender que no podían emitir una norma en la que los dejaran salir, pero no ir a los columpios, en la que los dejaran salir, pero no acercarse al parque, en la que los dejaran salir, pero sin alejarse del portal. Claro que no. Eso era imposible, le dijo mi chica, porque todo el mundo sabía cómo ellos nos la jugaban a los padres cada vez que bajábamos a la calle y, en lugar de hacerse caso y permanecer agarrados de la mano junto a papá y mamá, salían corriendo y desaparecían el resto de la tarde, sin saber muy bien ni dónde ni con quién habían estado. Y era ahí donde residía el peligro real de poner una norma a medias, que el gobierno no se fiaba de ellos, le dijo ayudándole a tomarse la última cucharada de yogur, pues no le parecían de fiar los niños de tres años, aunque si le servía de consuelo, era un sentir mayoritario entre la gente adulta, no solo cosa del presidente, que ya sabía ella, le aclaró compresiva, que a él le gustaba como político.
Entonces, el niño, con lo bueno que es y lo bien que se porta, nos dijo que no pasaba nada, que por supuesto no lo comprendía, pero estaba todo en orden, eso sí, nos aclaró con cierta vehemencia, no es que le gustara el presidente, es que atravesábamos momentos especiales en los que había que tener altura de miras, una especie de sentido de estado que, por cierto, nosotros parecíamos no tener, y arrimar el hombro más allá de edades y de siglas, nos dijo mientras lamía la cucharilla, por lo que entendía que tenía que apoyar al presidente, aunque no lo hubiese votado, porque esa era la manera de que su sufrimiento no fuese en vano, sino por el bien común y en aras de una pronta recuperación de esta grave emergencia sanitaria que estábamos viviendo, y si era así, entonces él se sacrificaba sin rechistar y punto, asumiendo las posibles secuelas que le pudieran quedar, continuó el niño mientras depositaba la cucharilla en el plato. Pero eso sí, repuso, nosotros tendríamos que dejar de afearle su actual conducta, sobre todo, quitar esas caras de censura que poníamos cada vez que se le iba el pis o cuando él tenía una opinión distinta a nuestras directrices, puesto que, en primer lugar, él era él y tenía su propia forma de ser, y en segundo lugar, debíamos comprender que el encierro también le generaba estrés a él, aunque no dijera nada porque prefería estar a otra, jugando con los lego o, simplemente, saltando encima de la cama, no como nosotros, que no hacíamos más que soltar sapos y culebras por la boca cada quince días, y gruñir a todas horas. O acaso pensábamos nosotros, concluyó con un leve tono de reproche, que no se había percatado también él de nuestros cambios de humor, de lo irascibles y hasta un poco ridículos que nos mostrábamos cada vez que uno decía algo que no le cuadraba al otro.
Dicho esto, mi hijo se levantó de la mesa, nos dio un beso a cada uno y se puso a recoger los platos. Satisfechos por su respuesta, mi chica y yo nos fuimos al salón a ver una película. Sin embargo, yo no me pude concentrar. Había algo en la conversación con el niño que no me cuadraba. No sabía qué. A lo mejor, únicamente se trataba de que el yogur se lo había comido demasiado rápido. Y eso, pensé, solía darle gases.
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