Fiesta y fiesta

Diario de una epidemia 24 –

Ahora que llevamos tantos días de confinamiento, a los lumbreras que dirigen esto se les ha ocurrido dejarnos salir de casa poco a poco. No sé por qué, si estamos de lujo. Tenemos un gobierno que ya lo quisieran en Finlandia, una oposición que hace parecer la lealtad portuguesa como el mayor de los insultos, y un gran empresariado deseoso de otorgarnos una renta básica llamada paro si así se independizan de nosotros. Vamos, que estamos viviendo la Edad de Oro del estado de alarma.

¿Pero es que nadie ha visto las bondades de la epidemia? ¿No hay ningún experto que haya hecho un balance de lo negativo y lo positivo? Si con solo echar un vistazo a nuestro alrededor, cualquiera puede ver que después de un mes de encierro son más las ventajas que los inconvenientes. Y lo curioso es que los beneficios no dejan de aumentar cada día que nos quedamos en casa. 

Ahora que holandeses y alemanes nos van a regar con dinero, ya se acabó la pobreza del mundo. Gracias al coronavirus, hemos descubierto que no hace falta acudir a la oficina para nada. ¿Para qué aguantar la jeta de tu jefe cuando puedes quedarte en casa, en calzoncillos y con un café en la mano? Gracias al coronavirus, nuestros millonarios empresarios se han hecho tan filántropos que han decidido renunciar a sus fortunas pagando religiosamente sus impuestos. Lo que llevaban atrasado desde hace cuarenta años, en realidad, lo tenían guardado en Suiza para una ocasión como esta y donárnoslo a los españoles. Gracias. Gracias.

¿Y qué decir de la contaminación? Si nunca antes habíamos tenido un aire así de puro. Es verdad que habrá gente que tenga nostalgia de su coche. Incluso alguno no duerme por las noches porque le falta el ruido del tráfico en su calle, que ya lo tenía interiorizado como si fuese el mar. Pero lo cierto es que también Valladolid ha superado sus olores. Creo que ahora que estamos todos tan absolutamente concienciados, vamos a convertirnos en una referencia mundial de la bicicleta. Ahora sí que sí. 

Cardos en flor, autor desconocido. Hacia 1900. Dominio público.

O los ruidos. Otro gran temazo. Gracias al coronavirus hemos descubierto que era el ruido lo que nos flipaba de la calle. Ni la gente, ni el paseo, ni las tiendas. El jaleo. Aprovechamos cualquier excusa para abrir la ventana y gritar lo que sea, o sacar los altavoces, o soltar bobadas con un megáfono, o poner el himno de España bien alto. Da igual, lo importante es sentirse conectado con los otros. Y ya se sabe que el silencio no conecta. Eso sí, a una cierta distancia, que tampoco nos ha venido nada mal la epidemia para eso de mantener las formas, algo que ya comenté hace un tiempo. Porque igual, nos hemos pasado culturalmente de besucones y sobones. Me considero una persona afectuosa, ¿pero qué es eso de saludarse con abrazos, besos, caricias en el pelo, golpes en la espalda y hasta toqueteos en el culo con gente que no tratas tanto o casi nada?

Y es que gracias al virus, he abierto los ojos en tantas y tantas cosas que no sé si voy a soportar la vuelta a la caverna que puede suponer salir de casa. Estoy seguro de que cada uno tiene su propia lista de ventajas y si se pone, saca al menos una docena. Como no hablamos de otra cosa ni pensamos en otros temas, todo se ha convertido en lo mismo. De hecho, el propio funcionamiento lingüístico de la palabra «coronavirus» da que pensar. ¿O es que nadie se ha dado cuenta de que se pueden construir todo tipo de expresiones con ella? Coronabonos, coronayuda, coronafiesta, coronaidiota, coronajeta. Como si hubiese algún tipo de correlación entre su funcionamiento con las células en las que se introduce para modificar su cadena de proteínas, y sus cualidades semánticas, el término ‘corona’ se junta a cualquier otro nombre y lo hace mutar en otra cosa: coronamovida.  

De modo que la perspectiva que teníamos antes del mundo, ahora se ha visto modificada. Si ya antes cualquier estupidez podía ser viral, ahora todo es vírico. Como en un libro espectacular que me leí hace ya unos años, Guerra y guerra, del húngaro Lazslo Krazsnahorkai. Un loco constata la llegada del fin del mundo en el hecho de que ya no hay distinción entre lo bueno, lo noble, lo sublime y sus contrarios. Así, que para Korin, el protagonista, la vida se ha vuelto un continuo sin sentido. Da igual, por poner dos ejemplos actuales, ser un Abascal o la madre Teresa de Calcuta, pues a ojos de la gente cada uno tiene su verdad y su razón. De ahí que ya no se distinga entre la guerra y la paz, sino que todo sea una continua guerra.

Por eso, digo lo de las ventajas de la epidemia, porque se está viendo de forma cristalina quién arrima el hombro y quién piensa solo en sacar rédito de todo esto. Como estamos todos confrontados contra el mismo y único asunto, no hay banderas ni cortinas de humo que sacar para despistar a nadie. Cada uno aparece con lo que es. El único problema es que se nos ha juntado, con aquella pérdida del juicio y la razón, esta especie de eterno domingo de resaca donde se nos va la cabeza entre un circuito de gimnasia y otro, creyendo que así mantenemos la cordura. Por eso, nuestra tragedia, menos húngara y más vírica que viral, habría que llamarla Fiesta y fiesta, pues no me extrañaría que cuando pase todo esto, lleguemos a añorar este confinamiento.

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