Diario de una epidemia 15 –
Los días van pasando y mi hijo va creciendo. A sus juegos habituales de las torres y las excavadoras ha añadido últimamente los playmobil. Poco antes del confinamiento, mi madre le había dado en préstamo un coche y dos figuras que tenía por su casa. Cuando los vi, solté una exclamación de sorpresa. Naturalmente yo también había jugado con ellos. Uno, de hecho, debía de ser incluso de mis hermanos mayores, pues en el pie ponía el año de 1970.
Entonces, recordé que desde muy pequeño, uno de mis pasatiempos preferidos era jugar a las catástrofes. En serio. Llamadme raro. Sacaba los playmobil y me montaba un escenario donde algo les había pasado y debían sobrevivir. Normalmente era una inundación.
Tenía la caravana, pero lo único que me interesaba de ella era el techo. Le daba la vuelta como si fuera una barcaza y los metía a todos dentro. Los preparaba con los elementos necesarios para la supervivencia, les hacía una cama y una cocina. Con pinzas de la ropa y un pañuelo les hacía una tienda de campaña. El juego comenzaba precisamente cuando ya navegaban plácidamente a la deriva y lo único que tenían que hacer era estar allí igual que quien se va de campamento.
Una vez, tendría yo unos siete años, se lo conté a mi profesora con toda la ilusión del mundo y me miró con mueca horrorizada. Después me dijo que eso no se hacía, que por qué jugaba a cosas tan macabras. Imagino que pensaría que me pasaba algo, que tendría algún problema. No sé si llegó a hablar con mis padres o la cosa se quedó ahí. El caso es que nadie me dijo nunca nada. Yo era feliz jugando a las inundaciones.

Dentro del catálogo de catástrofes estaba, en el número uno, mi favorito, el tsunami. Luego venía la rotura de una presa y, después, el diluvio universal. Soy consciente de que seguramente había visto las películas inadecuadas para un niño de mi edad. Terremoto, de 1974, con Charlton Heston y Ava Gardner, El coloso en llamas, del mismo año, con Steve McQueen y Paul Newman, y Krakatoa, al este de Java, de 1969, de Bernard Kowalski me marcaron por completo.
Pero también el hecho de hacer la comunión me trastocó un poco, pues me sabía de pe a pa la historia de Moisés, cuando abre el mar en dos y conduce a los esclavos hasta la tierra prometida, y sobre todo, la de Noé. Aunque solo las partes que me motivaban. Es decir, lo de la selección de las especies, no. Eso me aburría. Lo divertido llegaba cuando comenzaba a llover y todo el mundo se ahogaba excepto nuestro héroe y su familia. También recuerdo que me molestaba cuando llegaba la paloma blanca con la ramita de olivo en señal de que las aguas ya estaban bajas y había tierra firme. Me gustaba mucho más la incertidumbre y el suspense que proporcionaba la paloma negra, que la lanzaban al aire y no volvía nunca más.
No sé si dejaré ver a mi hijo esas películas siendo tan pequeño como yo lo era. Pero no creo que ello me haya dejado una tara más profunda que la que pueda tener cualquier persona. Tampoco sabría decir qué buscaba mi cerebro al montarme esos juegos de catástrofes. Tal vez, sentirme protegido o valeroso. No lo sé.
Lo que me alucina es que esas obsesiones no son solo mías. La fascinación por el fin del mundo parece ser un rasgo distintivo de nuestro fin de época. De hecho, ya he mencionado alguna vez esa especie de aforismo del filósofo esloveno Slavoi Zizek: nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, que ilustra cómo los mecanismos de la ideología del sistema nos hacen sentir como naturales cuestiones que no lo son, que fueron inventadas un día y, por tanto, morirán igual que nacieron. Pero no somos capaces de ver ese final. Nos cuesta lo imposible aventurar un mundo diferente. Y como eso requiere mucho esfuerzo, preferimos quedarnos entonces en lo cómodo, pensando en la catástrofe.
Al principio del virus nos regocijamos. Nos hacía hasta cierto punto gracia. Fue como si estuviéramos por fin viviendo dentro de una de esas pelis. Puesto que no teníamos los esquemas adecuados para ver un mundo nuevo después de todo esto, nos quedamos en lo fácil. Nos llamamos entre risas para contarnos cómo estaba el súper de vacío. Nos enviamos fotos con los estantes sin papel higiénico. Adecuamos la realidad a nuestras fantasías más ocultas. Pero luego ya no.
Y me pregunto si no será algo infantil todo esto. Nosotros, que lo tenemos todo, pensando en el fin del mundo, incapaces de imaginar una salida que no sea volver a lo malo conocido, en lugar de soñar con lo bueno por conocer. Creo que vamos a tener que aplicar ingentes cantidades de inteligencia individual y colectiva, de las mejores y más justas fantasías nuestras, para inventarnos una nueva tierra firme, una vez las aguas hayan desaparecido, un lugar donde podamos reescribir el final de la película y donde, por una vez, no se salven solamente el héroe guapo y la chica impresionante.
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