Gourmet

Diario de una epidemia 14 –

El otro día me fui a la panadería. Sí, a por un poco de pan. Me quité el pijama después de cuatro días sin salir si quiera a tirar la basura, me puse unos vaqueros (ya describiré más adelante cómo fue la maravillosa sensación del tacto rígido y algodonoso del pantalón), me calcé los zapatos, me remangué la camiseta, me puse el delantal bien atado a la espalda, hice espacio en la mesa de la cocina y coloqué la harina, el agua, la sal, la levadura y el móvil con el vídeo de la receta.

Mi casa se ha transformado en la mejor panadería repostería que uno pueda imaginar. En el salón se apilan los sacos de harina de fuerza. Tenemos un arcón frigorífico únicamente para la levadura fresca. Y la habitación del niño la hemos convertido en estudio fotográfico. 

Me explicaré. Todo comenzó cuando mi madre me puso un día en su casa un vídeo de una tal Esbieta. Por aquel entonces yo pasaba de esas cosas. Me parece que había una especie de burbuja culinaria. Todo el mundo loco con los programas de cocina. Incluso proliferaron en el Facebook y en el Instagram esos vídeos ultracortos donde te cocinan un rostbeef marinado con salsa de whisky en cuarenta segundos. Mi hermano me decía que la decadencia de una sociedad era inversamente proporcional a su talibanismo con la cocina. Y ahí estábamos compitiendo españoles e italianos por el puesto número uno.

Pero entonces llegó el virus. La crisis de las mascarillas dio paso a la del papel higiénico y esta a la crisis de verdad. Se acabaron todos los productos de panadería. Ni siquiera un triste paquete de harina ecológica de espelta. Nada. Fue ahí cuando me di cuenta de las dimensiones reales del asunto.

Pensé, joder, nos llega el fin del mundo y a todos nos da por amasar panecillos, hacer bollitos rusos rellenos de arándanos y prepararnos nuestra propia y auténtica pizza italiana. Da igual que antes compraras la barra congelada del supermercado o que los únicos bollitos que comieras fuesen los tigretones. Independientemente de que tu chica aborreciese la textura de la masa o de que a tu hijo de catorce años todo lo que le huela a natural, ecológico y sano le dé ganas de vomitar. No sé. Lo del pan forma parte de ese conjunto de respuestas humanas ante lo inconmensurable que si yo fuera sociólogo, estaría estudiando a saco.

Roble, Félix Bonfils, 1831-1885. Dominio Público.

El caso es que al segundo día de confinamiento me acordé del vídeo de mi madre. Y desde entonces, estamos enganchados en mi casa. Sbieta es capaz de hornearte la mejor napolitana de chocolate haciéndote creer que da igual la cocina de mierda que tengas. Siempre sonriente, dulce y precisa, haciendo del elitismo culinario un asunto del común de los mortales. De hecho, Sbieta es a los fans de la cocina lo que el primer Podemos fue a la gente: un factor de posible empoderamiento, una especie de demostración de que sí se podía. Aunque, claro, nadie dice nunca que para ciertas recetas el nivel de entrenamiento requerido es mucho más que la simple ilusión de los advenedizos.

Esto es solo un ejemplo, pero hay muchos más. Seguramente por cada nuevo gourmet, hay un canal de recetas diferente. Porque como bien lo expresa ese refrán tan español, nos llena antes el ojo que la calabaza. O como lo dijo también una amiga el otro día: nos estamos confitando.

Como pasatiempo está muy bien. Incluso si queremos tratarlo como actividad transversal para que enseñe valores a nuestros hijos. Lo que pasa es que la cosa se nos está yendo de las manos con las redes sociales. No es la hogaza que acabas de hornear, es la oportunidad que tienes para exhibirte ante el mundo. De hecho, podemos encontrar cientos de hashtag, esa especie de taxonomía universal de la tontuna diaria, que nos ayudan a llegar más lejos. Mi preferida de momento es la de #breadporn. Creo que es la que mejor define el punto en el que estamos como especie. Juntar el porno, es decir la obsesión por lo explícito y lo literal, con amasar en casa me parece que es para el análisis semiótico más refinado.

Lo digo porque en hacer el pan puedes tardar hasta dos días, pero para la foto empleas no menos de cincuenta pruebas. La luz, el ángulo, el fondo, si sales en plan selfie o pones a tu hijo, todo son detalles fundamentales que, en el mundo de la recompensa, te harán conseguir más likes. 

Por eso, nosotros ya ni siquiera pensamos en si queremos comer una barra gallega o una hogaza de centeno, solo pensamos en megustas, en cómo tiene que salir la masa para hacer la foto en el instante preciso, y nos hemos escrito un calendario de publicaciones, con las horas de mayor afluencia en redes, las etiquetas que hay que usar y las menciones estratégicas que deberíamos hacer. Lo de hacer pan ya es lo de menos. 

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