La venganza de Moctezuma

Diario de una epidemia 13 –

¿Pero dónde narices estábamos todos antes, en la era anterior al virus? Lo digo porque cada noche, a eso de las nueve, cuando el niño ya se va a la cama, asomo la cabeza por la ventana de la cocina para respirar un poco de aire fresco y veo todo un mosaico de luces de colores desplegándose por las torres de edificios que tengo enfrente.

Nunca antes había visto tantas habitaciones y salones iluminados. Nunca antes había sido tan visible la vida dentro de las casas. Como estamos confinados en nuestras cuatro paredes, buscamos salir al exterior a toda costa, aunque sea a través de nuestra luz, igual que las estrellas nos envían sus historias ocurridas hace cientos de miles de millones de años. 

Yo no sé si es que la noche es más noche o, tal vez, es el silencio familiar del que ya hablé el otro día, pero es que yo miro afuera y la calle no la siento vacía. Es verdad que no pasa casi nadie. Y lo poco que se ve son ambulancias o coches de bomberos. Casi ningún turismo. Nada tranquilizador. Pero de verdad que no sé lo que flota en el ambiente. Y no solo es miedo o angustia como algunos quieren hacer ver. Hay otra cosa.

Seguramente, no son más que pequeñas tonterías. Soy consciente de que esa mirada mía a la noche insondable de las intimidades confinadas está cómodamente apostada en una situación de privilegio. Para empezar tengo una casa. Y es que se trata precisamente de eso, de nuestras vidas cotidianas delimitando por primera vez nuestros trabajos. No al revés.

Escucho la radio y la presentadora de Hoy empieza todo locuta desde su salón. Y no es que el sonido se oiga lógicamente más cutre, es que el canario que tiene en la ventana canta tan maravillosamente alto que ella tiene que callar. Pero lo mismo me sucede a mí cuando doy clase, que a menudo me veo como aquel analista de la BBC cuya intervención en directo por Skype fue graciosamente interrumpida por sus hijos. ¡Qué raro nos pareció entonces y qué común será esa escena en estos días!

Olivos, autor desconocido. Hacia 1900. Colección Matson. Dominio Público.

Es como una especie de «venganza de Moctezuma» de la vida, que después de haber sido ignorada tanto tiempo por el mundo del trabajo, puesta contra las cuerdas, reducida a menudo a las pocas horas entre salir a las ocho de la tarde y volver a las ocho del día siguiente, subvierte por completo el orden que nos hemos dado. Y así, se cuela por nuestras pantallas un niño pequeño que quiere mostrarte su último dibujo, o la camiseta del pijama asomando por una esquina imprevista de la cama, o la voz de tu pareja ofreciéndote un café en el audio que debías enviar a un compañero de trabajo. Son los detalles de la intimidad que, una y otra vez, nos esforzamos en poner en un segundo o tercer plano y que estos días no solo afloran por doquier, sino que están organizando a la vista de todos, aunque sigamos sin decirlo o nos avergoncemos, la supervivencia de nuestras profesiones.

Creo que el trabajo jamás se vio tan asediado por la posibilidad incluso de su desaparición. No digo que pueda desaparecer, que también pudiera ser, sino que ahora, en el ámbito de nuestras casas, en pijama y zapatillas, cómodamente sentados con un poco de música y una tostada, resolviendo cosas que antes solo se podían resolver pasando doce horas con tu jefe en la oficina, estamos descubriendo que es posible hacer las cosas de un modo más humano, contando con que todos tenemos una vida, una familia, y teniendo en cuenta todo esto, en lugar de hacer como si no fueran las cosas más importantes. 

Es esta posibilidad mínima de cambio que se vislumbra, por más que también haya miedo, inseguridad, ignorancia o soledad, lo que también flota en el aire. No sé si en una cantidad muy grande o muy pequeña. Tampoco sé si permanecerá, como los mejores perfumes, mucho tiempo en suspensión. Lo que veo es que esto asusta a más de uno que se había construido su castillo a costa de que el resto ha renunciado a lo más básico, a vivir. 

Por eso, cuando observo por las noches ese cielo vertical de luces vecinales, intento imaginarme las historias personales que se habrán colado hoy en los ámbitos profesionales. No de soslayo, como de cualquier manera sucede habitualmente, sino de frente, teniendo que hacer una pausa para presentarles a tu hijo a tus compañeros, porque de otra forma el crío no se va. Reconociendo así que el trabajo sin la vida no es más que un estilo refinado de tortura. ¿Quién no preferiría trabajar algunas horas menos y así poder estar más tiempo con los suyos, aun ganando también un poco menos?

En este sentido, todos los elogios del aburrimiento, del no hacer nada, que hicieron desde el siglo XIX algunos de los escritores que se encuentran en mi panteón de las letras, desde Robert Louis Stevenson a Josef Brodsky, o todas las campañas por una renta básica y universal que he apoyado en los últimos años, reconozco que no son nada en comparación con esta cuarentena y el modo en el que está enseñándonos que se puede hacer las cosas de una manera diferente, más humana.  

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