Diario de una epidemia 12 –
Hay días que también practicamos en casa eso que han llamado el distanciamiento social. Normalmente la noche antes de ir por la mañana a hacer la compra. Como forma de entrenamiento. Estamos tan acostumbrados a las dimensiones reducidas de nuestra casa y somos tan sobones de carácter, o por lo menos comparado con lo habitual por estas latitudes mesetarias, que necesitamos interiorizar la distancia mínima de metro y medio antes de salir de casa.
Nos preparamos la cena, pero dividimos la cocina en cuadrantes, de forma que nadie puede invadir el espacio donde esté el otro. Nos sentamos cada uno en un extremo de la mesa. No nos tocamos. Incluso el niño, que todavía a veces se pone caprichoso y no quiere comer solo, ese día se tiene que aguantar y apañárselas sin ninguno de nosotros. Es la ley de los virus, nos decimos. Y bajamos la mirada, que es lo que más nos cuesta en el mundo exterior, eso de no mirar a la gente a los ojos.
Luego, nos turnamos para salir y, de este modo, no agolparnos en el quicio de la puerta y, entonces, esa noche dormimos cada uno en una habitación. Mi chica y yo nos turnamos para dormir en el salón. Y si esa noche la cosa es propicia, entonces también hacemos sexting, como recomiendan las autoridades en la materia, lo cual nos sirve de paso para avivar la chispa de la relación.

De esta manera, cuando al día siguiente salimos a la compra ni nos despedimos ni nada, aunque eso nos resulta fácil, pues aquí, en Valladolid, ya tenemos la costumbre de no decir ni pío cuando nos saludamos por la calle según con qué personas. Levantamos el mentón un poco, mirando a nuestro interpelado y, como mucho, decimos un ¡venga!, que es una manera de mantener la educación dejando claro, al mismo tiempo, que ni de palo nos vamos a parar. Son ventajas culturales. Por eso, aquí la curva se está aplanando más rápido que en otros sitios.
La cuestión es que luego, en el supermercado o en la tienda, se hace duro y raro tener que esquivar continuamente a todo el mundo. El otro día, por ejemplo, andaba haciendo la compra con mi carrito y tuve que preguntarle algo a un dependiente. Me resultó bastante incómodo. De primeras, me coloqué tan lejos que no me oía cuando le pedí ayuda. Entonces, me acerqué un poco más, aunque siempre manteniendo la distancia del carro entre nosotros, y lo volví a intentar. El hombre solo advirtió en ese momento mi presencia y, con cierta alarma, retrocedió un par de pasos. Ni él ni yo llevábamos mascarilla, así que cuando me dirigía a él, procuraba hacerlo de forma oblicua, es decir, mirando para un lado. Él, por su parte, hacía lo mismo, pero en dirección contraria a la mía. Lo que pasaba es que el hilo musical no nos dejaba oírnos. Y si yo daba dos pasos hacia él, el hombre los daba para atrás. Si me cambiaba de esquina del carrito, él recuperaba la diagonal desplazándose al instante. Así continuamente, en una especie de vals a distancia que duró hasta que decidí ponerme frente a frente, apuntando mi chorro de voz hacia abajo para que no se molestara. Gracias a eso pude encontrar el esparadrapo.
Después, en la cola de las cajas nos mostramos todos ultraprecavidos. Había pegatinas en el suelo marcando la distancia mínima de higiene. Pero no había nadie que se te acercara a menos de dos metros. Y confieso que esto me sorprendió. Pensé que tal vez por eso, Valladolid se había mantenido con un cierto ritmo de contagios por detrás de otras ciudades.
Así, que cuando volví a casa, me desinfecté de arriba abajo y les pedí a mi chica y a mi hijo que esa noche hiciéramos campamento en la cama, una forma de pasar tiempo juntos como si estuviéramos en una tienda de campaña. Porque si hay algo que se echa de menos de verdad es el contacto físico, esos toqueteos que inconscientemente hacemos siempre entre colegas, esos abrazos cuando nos vemos, incluso los malditos dos besos, de los que, confieso, yo nunca he sido demasiado fan. Pero ahora me da igual. La cosa es simplemente tocarnos. Y, sinceramente, después de todos esto, no sé cómo será ese primer contacto.
Deja una respuesta