Diario de una epidemia 11 –
Cada uno tiene la suya, me dijo hace años un colega con el que estuve trabajando una temporada, como queriendo dar a entender que todos tenemos alguna tara o circunstancia particular por la cual nos convertimos en seres comunes, al tiempo que somos especiales.
Por ejemplo, mi chica y yo hasta que no hemos estado encerrados con nuestro hijo una semana entera, dieciséis horas al día sí o sí pasando el tiempo juntos, algo por cierto inédito en la historia de las familias, no nos habíamos dado cuenta de lo poco preparados que estábamos para entretener al niño. Sí, juguetes, algún puzzle, dos o tres muñecos de peluche, cuentos y lápices. Nada mal, por otro lado. Mi padre contaba siempre que en la postguerra, cuando era pequeño, los reyes magos le trajeron un año una calesa de latón con un dulce dentro. Y ya. Así, que tampoco podíamos quejarnos.
Lo que pasa es que, viendo los talleres de manualidades que tienen algunos padres, con armarios llenos de cartulinas, pegamento, cuerdecitas, brillantina, folios, perforadoras con distintos troquelados, rotuladores y un largo etcétera, nos han entrado los remordimientos. Pero esto ya nos venía de antes. En la era anterior al virus ya nos veíamos un poco desastrosos. El día de la fiesta de los duendes en la guardería, por ejemplo, todos los niños fueron con su camiseta roja menos el nuestro, que lo habíamos olvidado, y llevaba su jersey de dinosaurios. Es una estupidez, claro que sí, pero la cara que se te queda es un cuadro.
Es decir, lo que ya tuviéramos de antes, ahora con el encierro y el nuevo tiempo que vivimos, no ha hecho más que acrecentarse, desarrollarse de una manera aun más personal. De modo que, según la genial hipótesis de aquel colega, lo que nos igualaría como personas sería el hecho de nuestro desequilibrio, mientras que ese mismo desequilibrio sería exactamente lo que nos haría especiales.

Mi amiga Paula, que llevaba años encadenando relaciones de seis meses porque, decía, no encontraba al hombre que la hiciera volar, como en aquella película argentina, El lado oscuro del corazón, me llamó para contarme que había decidido confinarse con su último ligue. A lo bonzo, a ver qué pasaba.
Por lo visto, no llevaban ni un mes cuando el viernes 13 el presidente anunció que aplicaría el estado de alarma. Así, que ni corta ni perezosa, le mandó un wasap al chico: si nos vamos a contagiar, por qué no mejor juntos, y además, tengo el super debajo de casa, le dijo. El chaval no se lo pensó dos veces. Agarró cuatro cosas, las metió en su mochila y se presentó en casa de ella. Total, compartía piso con tres estudiantes de fuera que habían vuelto a sus pueblos, por lo que, antes que estar solo y aburrido, le resultó más interesante jugársela a una sola carta. Si tenía que llegar el fin del mundo, le confesó a Paula la primera noche, que fuera con ella en la cama.
Los dos primeros días transcurrieron como una luna de miel. Se levantaban tarde remoloneando entre las sábanas, besándose continuamente, metiéndose mano en cada rincón de la casa. Se duchaban juntos. Se vestían juntos. Se lavaban los dientes juntos. Se maravillaban de llevarlo tan bien. Comentaban el alto grado de intimidad que estaban alcanzando. Incluso se sinceraron la segunda noche hablando de las partes de sus cuerpos que menos le gustaban a cada uno.
Con las compañeras de piso de ella iba también todo sobre ruedas. Si antes habían tenido las tareas de limpieza repartidas, ahora no era necesario. Cada una se hacía cargo espontáneamente de una cosa. Una barría, otra limpiaba el baño, el chico recogía la cocina al medio día. Y así, al llevar una semana de encierro, empezaron a encontrar un equilibrio inédito en sus vidas. Por la mañana, se dedicaban ahora a sus movidas y por las noches, después de cenar, se reunían todos en la sala, se preparaban cócteles y hablaban hasta las dos o las tres de la mañana.
Quién le iba a decir a mi amiga que el amor le estaba esperando en mitad de una epidemia. De hecho, me confesó Paula por teléfono, estaban todos encantados y se daba cuenta en ese instante de que había pasado gran parte de su vida descentrada, como si algo la hubiera empujado continuamente a estar siempre fuera, a no dejar ni un minuto de su día libre, a no permanecer más de media hora charlando con nadie por miedo a estar perdiéndose algo más interesante. La sensación que le había acompañado durante años era la de que lo guay, lo divertido o lo auténtico estaban siempre en otra parte, y ella únicamente llegaba a vivir los papales secundarios, las situaciones fuera de foco. De ahí que no consiguiera disfrutar de nada. Probablemente, por eso, siempre andaba en busca de algo que no alcanzaba.
No supe qué decirle más allá de felicitarle. Me alegré sinceramente por ella. Claro que sí. Yo también me había sentido así. Es más, tenía la idea de que eso formaba parte del juego de deseos y frustraciones en el que el sistema nos enreda, lanzándonos a por cosas a sabiendas de que son inalcanzables. Pero no le iba a soltar mi típico rollo ahora, y menos, cuando por fin había encontrado alguien con quien reposar.
A mí la cosa esa de estar perdiéndome el centro de la fiesta, recuerdo que se me pasó cuando nació mi hijo. No sé si fue porque ya no tuve tiempo para tanta tontería narcisista, con la falta de sueño y el ritmo abrumador de comidas, pañales, llantos, cuidados, sonrisas y cariños que te impone un ser tan pequeñito, o si es que comencé a desplazar mis obsesiones hacia él y ya no pensaba tanto en mí. El caso es que desde entonces me he sentido algo más aliviado por ahí. Aunque, con el confinamiento, alguna que otra vez, por la mañana, me ha asaltado de nuevo aquella sensación, frente al espejo y con alguna cana de más. Pero todo esto tampoco se lo dije a Paula. No quería parecer pesado ni que ella se sintiera como si lo suyo fuera menos importante o yo qué sé. Antes de ser padre odiaba cuando alguien me soltaba ese tipo de rollos. Esa era también la mía.
👍
Me gustaMe gusta