Dos semanas

Diario de una epidemia 10 –

Hoy nos levantamos como siempre a la misma hora. Menos mal que nuestro plan de trabajo nos dijo que tocaba domingo. Es decir, pasar el día a lo loco, sin horarios ni obligaciones, campando por la casa a nuestras anchas sin tener que preocuparnos si era la hora de los lego, de la tabla de ejercicios o de la pausa con aperitivo familiar. 

Entonces, nos dimos cuenta de que se cumplían oficialmente dos semanas del encierro. Y  eso se merecía una fiesta por todo lo alto. ¡Qué coño! Fuimos a la pescadería a comprar unos langostinos. Cogimos un vinito blanco del trastero y, de postre, nos comimos una lata de melocotones en almíbar. 

Entonces, mi madre nos llamó por teléfono. Cuando vio el festín que nos pegábamos y oyó que incluso teníamos música de fondo, me dijo que se nos estaba yendo de las manos eso de empezar a estar acostumbrados al confinamiento, por lo que debíamos tener mucho cuidado, no fuera a ser que luego no quisiéramos salir de casa, que teníamos un niño pequeño que necesitaba ver la calle, respirar el aire fresco, de modo que no hiciéramos tonterías, a ver si se iba a convertir en uno de esos japoneses kirimori. Y concluyó su advertencia dejando en el aire la última frase.

Durante el resto de la comida me quedé pensativo hasta que entendí que mi madre se había referido a los hikikomori, esos chavales que se quedan encerrados en casa. O sea, el mensaje había sido tremendamente claro: no disfrutéis de la catástrofe, vuestro hijo podría sufrir las consecuencias y volverse algo muy, pero que muy extraño. En cuanto llevé al niño a dormir la siesta, no pude dejar de darle vueltas. Un rato que normalmente empleo con auténtica ansia en leer o escribir, me lo pasé hundido en la culpa y los remordimientos por estar haciendo algo que no debíamos. Y todo eso se mezcló con esa extraña sensación que a menudo me embarga, donde vuelvo a ser un adolescente de quince años frente a mi madre, intentando llevar mi vida de forma independiente, al tiempo que busco una y otra vez su reconocimiento, que por supuesto nunca llega. 

¿Ya estaba haciendo otra vez todo mal? ¿Ni siquiera era capaz de confinarme de verdad, como todos los adultos? ¿Acaso mi madre no podía ver que ya éramos mayores y el niño, nuestro hijo? Poco a poco, según fue pasando la tarde, el calentón aumentó, probablemente a causa de no tener nada mejor que hacer. 

Cedro. Autor desconocido. Marzo de 1946. Colección Matson

Me recriminé ser un inconsciente y un desconsiderado. Con lo mal que lo estaba pasando tanta gente, con las cifras de contagio por las nubes y cientos de personas en unos hospitales al borde del colapso, nosotros estábamos de fiesta, riendo y contentos, en lugar de mostrarnos abatidos y compungidos. ¡Qué típica conducta de mi generación! Eludiendo siempre responsabilidades, entregándonos a la ley del mínimo esfuerzo, descreídos e indolentes, pensando más en el disfrute que en el sacrificio y el trabajo.

A media tarde, cuando el niño ya había merendado y mi chica recortaba para él un dragón que luego pintarían, me decidí a llamar a mi madre otra vez. Le pregunté que por qué me había soltado todo aquello. ¿El qué?, me respondió ella. Pues todo eso, repliqué indignado, eso de que éramos unos irresponsables y no sabíamos criar al niño. Pero ella seguía sin saber de qué le estaba hablando, si de la conversación que habíamos tenido a la hora de comer o de otra cosa. Lo de los japoneses, le insistí, lo de que tuviéramos cuidado con que el niño se volviera un asocial. Y entonces, pareció recordar. Había sido solo un comentario. Un reportaje que había leído en el periódico le había dejado preocupada, pensando que igual el hecho de que estuviéramos tantas semanas sin salir podría dejarnos secuelas. Sin más. 

¿Cómo? No me lo podía creer. Otra vez que mi madre me la había jugado. No era la primera vez que me pasaba. Hablaba con ella, me decía algo que me molestaba y luego, cuando intentaba aclararlo, resultaba que todo había sido fruto de mi fantasía, que ella estaba a tope con nosotros y le parecía estupendo cada cosa que hacíamos. 

Colgué el teléfono. Igual me estaba volviendo loco. Me dije que cuando acabara todo esto tendría que hacerle una visita al psicólogo. Lo más probable es que lo que para mí había sido el gran drama de mi vida, para ella seguramente pasó de forma desapercibida. Miré a mi hijo intentando adivinar si ya habría sufrido ese momento. Pintaba en un papel lo que luego su madre recortaba, ajeno a mis tonterías.

Y es que estos días me doy cuenta de que así funciona la cosa. Cada hora es tan intensa que un minuto parece todo terrible y al minuto siguiente, genial. Y el niño que llevamos dentro se siente en cautiverio. Y estamos tan poco acostumbrados a hablar de nosotros mismos, de nuestro fondo, que los malentendidos parecen llegados de Plutón. Y en vez de tomarnos la vida con un poco más de disfrute, nos entra esa maldita culpa que mamamos desde la cuna. Y pocas veces llegamos a superarlo porque pasamos de hijos a padres sin un estadio intermedio en el que mirarnos cara a cara para decirnos honestamente que nos comprendemos, que con todo y con eso, nos queremos. Y, por supuesto, nos cuesta dejar de ser ese niñato adolescente porque, aunque mi madre me dé todo su reconocimiento, resulta mucho más cómodo estar siempre en el papel de víctima, que es otra de esas cosas que nos mola como pueblo. 

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